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COLABORACIÓN

Ideologías

¿Vale la pena morir por este país, por cualquier país? En las luchas que establecemos en nuestro interior tratamos de olvidarnos de nosotros mismos, de lo que somos, de lo que realmente importamos, exaltándonos ante lo que valoramos como Patria y especulando que la muerte es una simplicidad. Por eso, la matriz creada por Gauguin al descubrir seres desnudos y felices en el Pacífico se convirtió ópara éló en una ideología. Pero, ¿es así, con ideologías, como nos podemos integrar a la existencia plena, al marco de lo vivo para entonces trascender? ¿Qué es todo, entonces, sino un subsistir, un estar debajo de la propia vida y constituir una anomalía entre el ser y su ontología? Cuando el día se quiebra por algún motivo fortuito y se abortan las intenciones anexas a lo ideado, sobrevienen las frustraciones, desintegrándose todas las vivencias apoyadas en la ideología, y emergen las preguntas de si valdrá la pena hacer esto o aquello y, ni a fortiori, se buscan salidas dogmáticas, razonables.

Pero, ¿llegaremos a entender que el cambio ócomo ideologíaó es irrecuperable, inalcanzable, porque crea un zigzag intemporal, relativo y contentivo de esencias que, indiscutiblemente, siempre se niegan a cambiar? ¿Tendremos que explorar la tristeza y estrujar la memoria para denostar lo conquistado en aras de vuelos imposibles, tan distantes e ilusorios como el fugaz brillo de una remota estrella? No, es imposible negar las constantes pisadas, las huellas que permanecen silentes y las escaramuzas húmedas que terminan en sangre y seres pisoteados. Después de todo, nadie está a salvo de las búsquedas que fundan los silencios. Ni siquiera los callados, los permanentemente atados a las circunstancias, los buscadores atormentados de los inútiles brillos. Por eso, que nadie me hable de doblegar mi espíritu en pos de una fanfarria bullanguera.

Que nadie me hable de la libertad como una trascendencia del ser; que nadie me grite sobre la necesidad de cambiar a Dios por el hombre, o viceversa. La libertad podríamos obtenerla cerrando los ojos y proyectándola en el sueño. Cada ser, entonces, obtendría la recompensa de un trascender soñado, internándose en la utopía, en la creación de una felicidad inalcanzable, justo allí donde nada valen las proclamas ni los empeños de esos canallas que socaban mi resistencia a ser programado para quebrar mis valores. No, que nadie, absolutamente nadie, me encasille ócomo conditio sine qua nonó en una ideología de primera o en una ideología de tercera.

Me subrayo en Kant como un alerta para rechazar el canon paternalista, ese que nos imponen los grupos hegemónicos para continuar el trujillismo: “Nadie puede obligarme a ser feliz a su manera” (1784). Mi felicidad es un albur, una mescolanza de hieles y mieles en donde las risas y las lágrimas construyen la salsa de las melancolías, las risas, los apegos y los desencuentros. Mi felicidad es un torbellino que se apaga y aviva a través de goces y penurias, de sobresaltos y frustraciones y por eso es mía, de nadie más.

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