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The New York Times

Cómo sobrevive Trump

Esta es una provocación que quizá sea cierta: el momento más importante hasta ahora en la batalla por la impugnación presidencial no sucedió en los pasillos del Capitolio, ni siquiera en los bares y las cafeterías de la república de Ucrania, sino en Ankara el 17 de octubre, cuando el presidente Recep Tayyip Erdogan de Turquía se reunió con Mike Pence y accedió a un cese de hostilidades en el norte de Siria, con lo que se limitó el alcance de la debacle moral y estratégica que Donald Trump creó cuando traicionó a los kurdos.

No estoy insinuando que a la sociedad estadounidense, con toda su sabiduría, le importen más los valientes kurdos o las líneas del control político en Siria que los abusos del poder presidencial. Sin embargo, sí estoy sugiriendo que parte del país se vale de la heurística general y no de los detalles específicos de la mala praxis del presidente para determinar en qué momento apoyar algo como la destitución. En cuyo caso, cualquier estrategia que utilicen los demócratas en el Congreso o cualquier defensa que presenten Jim Jordan o Lindsey Graham es menos importante para el destino de Trump que las respuestas a dos preguntas básicas: ¿Está bien la economía? ¿El mundo se está cayendo a pedazos?

Esta suposición está basada en un registro histórico que, de hecho, es muy reducido. Existen dos casos prácticos de juicios políticos en la era moderna, Bill Clinton y Richard Nixon, que tuvieron secuencias de hechos muy diferentes y transcurrieron de maneras muy distintas.

Estas diferencias sirven como municiones para las interpretaciones partidistas en conflicto: los liberales arguyen que Clinton sobrevivió al proceso y Nixon no porque los delitos de Clinton eran menores y los de Nixon eran “crímenes de alto nivel”, mientras que los conservadores arguyen que Clinton sobrevivió y Nixon no porque los republicanos eran más honorables en 1974 y los demócratas eran más parciales en 1998.

No obstante, la explicación más simple es que Nixon no sobrevivió porque su segundo periodo tuvo una serie de golpes económicos —que el teórico político Jacob Levy resumió en Twitter como “una crisis petrolera, un colapso bursátil, estanflación y recesión”—, mientras que, durante el segundo periodo de Clinton, el poder, el orgullo y el optimismo estadounidenses estuvieron en su apogeo más reciente. Conforme a esta teoría, en cualquier debate sobre la destitución, no son importantes ni la índole de los delitos ni el estado de los partidos políticos, sino más bien la percepción de si el presidente asediado está dirigiendo un Estado estable o en crisis, una época próspera o rumbo a la ruina.

Si esta teoría reduccionista fuera cierta —y está claro que al menos tiene un poco de verdad—, no debería sorprendernos que Trump sobreviva, y no deberíamos asumir que las únicas explicaciones para ello son la polarización y el partidismo excesivo, Fox News o las noticias falsas o, en todo caso, los argumentos progresistas extralimitados de “así es como nos quedamos con Trump” que yo suelo criticar.

Claro que es importante que el partido de Trump sea cobarde y corrupto; claro que es importante que los demócratas hayan oscilado a un extremo ideológico. Pero quizá es más importante para los índices de aprobación de Trump, que no son buenos, pero sí son estables —increíblemente estables—, que él esté presidiendo un periodo de estabilidad general, dentro y fuera del país, la cual tendría que desintegrarse para que la mayoría cualificada que se volvió en contra de Nixon finalmente se volviera contra él.

La idea de que la era de Trump es estable quizá no le parezca convincente a la gente que está siguiendo el carnaval de D.C. obsesivamente; la noción de que es más estable que los últimos años de Obama quizá parezca una broma. Sin embargo, una de las razones por las que Trump logró llegar al poder fue que los años menguantes del segundo mandato de Barack Obama se sintieron caóticos y peligrosos en varios frentes, con el ascenso del Estado Islámico, la anexión de Crimea por parte de Rusia y la confrontación casi bélica con Ucrania, un aumento modesto en la delincuencia y una serie de ataques terroristas nacionales, así como una versión de la crisis migratoria infantil que se ha repetido durante el gobierno de Trump.

Y si no pones atención al caos que transcurre en la capital de la nación, al igual que varios estadounidenses, se podría decir que la era de Trump ha sido más calmada que los años 2014-16. Tanto la crisis migratoria como el terrorismo nacionalista blanco han empeorado, pero parece que el aumento en la delincuencia que se vio a finales del periodo de Obama ha disminuido, los campus y las ciudades han estado relativamente tranquilos, la agresión de Rusia se ha estancado, la derrota del Estado Islámico se ha completado en su mayoría y el terrorismo islamista se ha vuelto más esporádico que en el periodo que produjo los atentados de Charlie Hebdo y San Bernardino, entre muchos otros. Por su parte, la economía ha crecido de manera más constante, lo cual ha permitido que la mayoría de los estadounidenses gocen de la mejor posición financiera que han tenido desde la época en que Clinton sobrevivió al juicio político.

Este panorama ha creado grupos de electores que no obtienen tanta atención como los votantes de Trump que están “con el presidente incluso si le dispara a alguien en medio de la Quinta avenida”, pero que probablemente sean más importantes para el resultado del juicio político. Se trata de electores que sienten aversión hacia Trump, pero que le dan crédito de mala gana por la solidez de la economía y la ausencia de nuevas guerras en el extranjero, votantes que no apoyan sus políticas, pero tampoco comparten el repudio que expresan los liberales instruidos contra su estilo de gobernar, y electores cuyo apoyo reacio está sujeto al hecho de que el caos trumpiano parece estar confinado a Washington.

Es posible convencer a estos electores ambivalentes de volverse en su contra; los datos de las encuestas muestran que ya empieza a suceder cuando su partido defiende políticas que no son populares (la insistencia en anular Obamacare) o cuando su personalidad caótica parece producir un colapso político real (el cierre del gobierno) o cuando su intolerancia parece estar vinculada con algún evento terrible de la vida real (como Charlottesville). No obstante, cuando regresa la sensación de estabilidad, cuando no hay una caída en cascada que pueda derivar en una debacle económica, una catástrofe de política exterior o un conflicto civil como el de finales de los sesenta, vuelven los sentimientos encontrados de esos votantes, el apoyo a medias tintas, la aversión aligerada por el escepticismo respecto a expulsar a Trump por medio del juicio político en lugar de mediante las votaciones de 2020.

Es por eso que, regresando a la hipótesis inicial, fue importante que el debate sobre la destitución empezara en la misma época en que Trump estaba dando malos pasos en la política exterior con Turquía y los kurdos; le dio la sensación a algunos de estos electores (y a los senadores republicanos de estados pendulares que los representan) de que quizás en ese momento todo se derrumbaría, de que la incompetencia de Trump haría explotar el Medio Oriente y, a la vez, los escándalos a su alrededor se multiplicarían.

Por lo tanto, es probable que las tendencias que han mostrado las encuestas desde entonces —que la caída en su índice de aprobación haya dado paso a un pequeño repunte, que el apoyo al juicio político haya llegado a su punto máximo para después reducirse un poco— no sean un reflejo de un fracaso rotundo de los demócratas en su planteamiento de argumentos ni de un éxito tremendo de la defensa trumpiana. En cambio, quizá solo sean un reflejo del hecho de que la situación en Siria aparentemente se ha estabilizado, de que la economía está bien y de que hay votantes que están dispuestos a apoyar la destitución de un presidente cuando el mundo se está desmoronando, pero cuando no es así, no lo están.

Esta realidad no es un argumento en contra de la destitución de Trump cuando su comportamiento prácticamente lo pide a gritos; un proceso de impugnación puede ser moralmente correcto incluso si es poco probable que tenga éxito. Tampoco es una prueba de que el juicio político afectará a los demócratas en 2020; quizá solo comprueba que es mejor que los demócratas inviertan su energía en concentrarse en las fechorías y las corrupciones de Trump que en pelear por qué temas de la agenda progresista no necesariamente populares debe apoyar su candidato presidencial.

Más bien, solo sugiere que es bueno practicar algo de recato en todo tipo de análisis, ya sea una crítica contra alguna estratagema de Adam Schiff ahora o una denuncia contra Susan Collins (o, quizá, Joe Manchin y Kyrsten Sinema) por no votar para destituir al presidente después. Quizá la cuestión es que en nuestro sistema se requiere de una cascada de desastres para destituir a un presidente de manera preventiva, incluso si es corrupto a todas luces. Y, a pesar de que la probabilidad de que un desastre semejante ocurra cuanto más tiempo permanezca Trump en el cargo es una buena razón para desear su destitución, hasta sus detractores acérrimos prefieren la estabilidad, y la necesidad de derrotarlo en las urnas electorales, a “aquella alternativa peor” que podría expeditar su caída.

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