EL CORRER DE LOS DÍAS
La personalidad del aguacero
Las primeras lluvias de invierno llegaron, como siempre, antes de tiempo; rebotaron en los techos de cinc y en los de yaguas, despertando a los vendedores de frutos y a los ventorrillos que pueblan la ciudad con sus primeros ruidos, y se deslizaron para salpicar con alegria las hortalizas que las abuelas cultivaban desafiando el yerbajo de los patios que aspiraban a ser jardines.
El tiempo se escurria entre una y otra gota y tornándose bailarín solitario en una misteriosa y extensa madrugada húmeda. Habiamos vencido el miedo, y el amor flotaba como un ave sedienta que no osaba, todavía, abrevar en los charcos. Éramos pequeños duendes de cera, fuimos en los inicios del amor, como resina del árbol de jobo herido momento antes por el rayo, pero nos dimos cuentas de que el reflejo luminoso que este producía en nuestro prístino universo era el inicio de un tiempo más largo que el sugerido por el tintineo de las gotas sobre la carpeta de metal de las viviendas, y que por ello, de pronto, las abejas zumbaban a nuestro alrededor con temor, favoreciendo con sus elitros el aire sofocado, perfumado, que habían robado del rosal y de jardines distantes, desconocidos. ¡Entonces logramos transformar la distancia abrupta que antes congelada, ahora comenzaba a derretirse! Desde el patio florido de las abuelitas hubo de producirse un resplandor que nos encegueció brevemente, y ya cuando abrimos los ojos para enterarnos mejor lo que podría ser el inicio de la primavera, el primer beso se había evaporado entre tu risa, era como una palabra dicha con antojo de ninfa, luminosidad de la fonética que se hacía presente sin claro sentido, gracias al sonido temeroso del beso que nos poseyera sin que nos diéramos cuenta, donde se estremeció el universo oculto en la naciente brevedad de labios fúlgidos. Entonces comprendimos que aun siendo casi niños, fuimos la parte viva del matarile infantil, en ambos a dos, una canción llegada desde custodiadas sonoridades imprevstas, notas, talvez dichas sobre un papel amarillo que habría de convertirse en carta con el anexo de un clavel, algun día. Y entonces nuestras manos temblaron al unisonó palpando la humedad del relámpago lluvioso que se extendía como una sabana hecha de luz que la dar con nuestros pequeños cuerpo casi nos derretía, consumiéndonos dentro de toda su iluminación. Fuimos entonces dos retozando en los retazos fulgurantes del aguacero; en los remiendos de una luna que intentó destejerse, hacerse otra, copiándose a sí misma, eco redondo de una fiesta sin ruidos que no fueran el arco de su creciente personalidad antes menguante. Me mirabas sorprendida por el beso imprevisto que chorreó en tus mejillas ya convertido en emotiva lágrima feliz. Y desde entonces la melancolia se aprovecharía de nuestros titubeantes corazones infantiles, y cada vez que el aguacero tintineaba, comprendiamos que ese ruido nos acercaba confundiedonos en una especie de gramática con estallido de beso. Fuimos un bloque azul, una sonrisa breve, y sentido del tiempo a media brisa. Nos alejamos y volvimos siempre de algún modo pensándonos. De pronto, en la distancia y en tiempo, nuestras manos se ataban, nuestros labios trazaban en su futuro rol de mariposas, se acuñaron mil retornos posibles. La estación burbujeaba de nuevo, frutal en los ramajes, y desde allí, el mensaje volvía enriquecido confluyendo en todo cuanto ha sido: la vida en claroscuros del amor parpadeante, transcurrencia del sueño claror de irrealidades, rumor de plenitudes.