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EL DEDO EN EL GATILLO

Ahora sí hay Beiro para rato

Mi salud puede darse con un cántaro en el pecho. A pesar de mis quebrantos, la buena suerte nunca me ha fallado. Ella me ha permitido contar con mucho más de siete vidas, como todo un felino. Y hoy día, vivo a pesar del continuo fuego cruzado al que estoy sometido.

Una anemia en espiral me ha impedido continuar estas memorias que hoy se enrumban por trillos clínicos, aunque me niego a contar el 90 por ciento de los males de salud que me han acogido en estos 69 años de vida.

Me explico: Hace días me brotaron pequeñas erupciones en la piel, pero de un color rojo intenso, muy distinto a la viruela que padecí de niño. Mi poco documentada memoria las bautizó como sarampión y con ellas he pasado una semana dando tumbos, de hospital en hospital, en busca de una sanación que ni llega aún.

-No digas más que es sarampión, ni nada infeccioso. Simplemente es intoxicación, o alergia... lo que tienes es tremenda gripe –me dijo mi oncóloga de cabecera, con mirada severa y rostro grave ante mis gestos de temor.

Sus palabras me hicieron volver casi 40 años atrás, cuando recién estrenado como Especialista en Publicaciones y Relaciones Públicas de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, sufrí mi primera apendicitis por estrangulamiento, a plena luz del día. Me desplomé, perdí el conocimiento y mi piel fue adquiriendo un intenso negror. Por suerte, un vehículo me llevó hasta un hospital cercano. El cirujano de guardia era uno de mis mejores amigos y colaboradores en la Universidad de La Habana. Este me revivió y apenas abrí los ojos, me comentó que de inmediato me llevaría al salón de operaciones. A los pocos minutos, volví a perder el conocimiento, no sé si por el impacto de la noticia o por la anestesia general.

Cuando desperté en una cama del hospital, inmovilizado, ya todo estaba oscuro. Mi esposa habló de gravedad, y me sentí a punto de morir. El médico me ordenó internamiento y reposo absoluto por dos semanas. A media noche, y en medio de un insomnio incontrolable, llegó mi madre con jugos, frutas y un ejemplar de la primera edición cubana de “Cien años de soledad”. A partir del siguiente día me embrujé entre las páginas del Gabo. A la fuerza, pues no tenía otra obra de cabecera.

Cuando me dieron de alta agradecí a doña Avelina aquel detalle.

-Es el mejor libro que he leído en mi vida, me ha sanado –mi madre simplemente sonrió. Poco sabría que años después, mi pequeña hija Roxana decidió estudiar medicina o periodismo, pero ambas solicitudes le fueron denegadas porque su padre ya no vivía en Cuba. Desde Santo Domingo le recomendé estudiar algo, lo que fuera, porque debía tener un título universitario.

Entonces matriculó Licenciatura en Enfermería. Recién llegada al país y al comprobar su alto nivel profesional, la nombraron Jefa del Departamento de Neonatos del hospital UCE. Años después, marchó a Barcelona, y allí ejerció su profesión hasta que contrajo matrimonio y se fue a vivir a Roma con su esposo. Fue ella y solo ella quien me llevó y me costeó mi primer aspirado de médula ósea en el Centro Oncológico de Roma, por un económico precio de mil euros.

Pero aquí solo van pequeños chispazos. Entre estas historias vive un animal que ha sabido estar bien alejado cuando me ha venido a buscar “un señor muy raro con unas alas enormes”

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