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POLÍTICA Y CULTURA

Glosas a “El vestidor”

La imagen corrobora los tiempos históricos. No hacemos otra cosa que actuar sobre el escenario en una otredad que reasume los oficios del fingidor. Pero es una sola pieza, un abigarrado universo de palabras y gestos que alcanzan destinos, orfebrería, caleidoscopio y principado de luminosidad, agregados del universo en puntillas. Asumimos los textos, su memoria ritual de máscara y plasticidad, y por doquier aparece invertido el rumor quisquilloso del “otro” que somos nosotros mismos, esa hormiga trepadora de cefalea y ruidos en el alma colectiva. El armazón es humano, trasiega en plena locura de incesante muerte y terror.

Una compañía británica asume a Shakespeare, que es, como arrogarse todo el caos y la hondura del alma humana, es como cruzar el débil escapulario de todas las formas vivientes del oscuro viandante, que trasiega en las criaturas datadas de la memoria y su alter ego.

En el libreto están consignados los avatares, las mímicas y los ademanes gestuales. La encarnación del Rey Lear se torna blandura y desmán cuando Bonzo le relata a su asistente, que pierde la memoria y luce abatido, minutos antes de la presentación, el Rey Lear se fusiona con Macbeth, textos volátiles en la maldita retención de los jeroglíficos insondables.

Es entonces cuando la actuación de Giovanni Cruz como Rey Lear se convierte en un amasijo de tablas y sonidos imperceptibles, que sitúan la trama bajo el graznido clandestino de la historia, que llena de bombas el cielo oculto de la metrópolis en llama. Es el momento en que el personaje, el Rey Lear, alcanza en su desquiciada y disminuida encarnación, la más impresionante actuación teatral de un actor, que oscila entre el deterioro y la voluntad de resistir el embate de todos los demonios en su copa cerebral.

A partir de ese momento toda la obra parece configurarse alrededor del actor que encarna al Rey Lear. En la debilidad angustiante y manifiesta del libreto, el actor Giovanni Cruz, con los remiendos del personaje, le imprime a su actuación, palabras y gestos, desesperación y torpezas, la voluntad combatiente de un nuevo escenario donde sobrevive emocionante su desdoblamiento magistral. Todo esto en medio de una función teatral que estaba vendida y la presión del desconcierto colectivo.

“El vestidor”, obra exitosa del teatro del siglo pasado, de Ronald Harwood, rastrea en el mundillo del elenco teatral en gira en Inglaterra, teniendo como telón de fondo la Segunda Guerra Mundial, las miserias humanas y las realizaciones más altas del espíritu, cuando encarnadas en los personajes, reproducen con fidelidad escénica, sus virtudes de representación y calidad artística.

Los demás actores estuvieron a la altura del desafío que implicó esta puesta en escena, muy bien dirigida por el gran actor Mario Lebrón, e interpretada por actores de la calidad artística de Exmin Carvajal, su fiel vestidor, estrella central de la sucedánea ansiedad vivida del libreto, la exquisita Yanela Hernández, la eficaz Luvil González y la dúctil y exquisita joven actriz Karoline Becker.

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