Entre un abusador y un insolente

La ocurrencia del pasado lunes frente al edificio del Congreso Nacional era previsible. No podía pasar nada diferente a lo sucedido entre un Amet abusador y un conductor insolente.

Ahora habrá que saber si ese era el plan de un lado y del otro. Si los seguidores de Leonel Fernández querían provocar a la autoridad, de manera que no haya dudas de que el gobierno es una dictadura.

O si por el contrario el régimen quiso mostrarse excesivo a fin de intimidar a sus oponentes. En situaciones parecidas se acostumbra a enseñar la fuerza con la intención de no usarla.

Entonces ¿qué pasó, a cuál de los bandos se le zafó el seguro?

La pregunta es pertinente, pues las paradas alrededor del Palacio del Congreso llevaban días, más de una semana, y hasta el pasado lunes no hubo intervención de las fuerzas del orden.

Ahora replica el bando oficial que la protesta tenía el propósito de quemar el santuario de las leyes, y también se habla de ocupar el lugar y amarrarse adentro.

Los organismos de seguridad solo dan informes a sus superiores y no comparten con los medios, por lo que sin pruebas todo se queda en decires.

Lo que no se discute son los bombazos o las víctimas, y los titulares de los periódicos del martes, todos a favor de Fernández.

La democracia no salió bien librada, pero tampoco puede considerarse la ofensa como inédita, como está recordando gente que gusta emparejar la carga en el camino.

Se están reviviendo situaciones del pasado que no fueron las mejores y de las que el constitucionalista Fernández pueda enorgullecerse.

Lo malo de antes no justifica lo malo de ahora, aun cuando la noción de gobernabilidad no pueda entenderse sin la preservación del orden público.

La cuestión por demás es clara. Los que abandonan su reducto y salen a la calle es porque adentro se sienten perdidos.

Las lecciones son muchas, pero hay una principal: la guerrilla no puede imponérsele al partido, y eso lo supo Che en Bolivia.