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OTEANDO

“Filosofar es aprender a morir”

De repente llegas a los 60s, te encuentras frente al mundo con la lúgubre sensación de que debes saludar y despedirte al mismo tiempo, algo así como un “¡hola! ¡hasta luego!” o quizá más severamente -evocando la resignación de los delincuentes ajusticiados como gladiadores ante el César- “Ave Caesar, morituri te salutant”. Descubres que tus planes futuros no pueden abarcar años, sino días; que todas las cosas de las que tienes recuerdos, por remotas que sean en el tiempo, parecen que fueron ayer; en fin, que la vida en un suspiro en la eternidad.

De repente te descubres disminuido en tus capacidades físicas y mentales (ya no saltas el arroyuelo, porque tus músculos o tus huesos se han vuelto susceptibles y hasta rencorosos: si los fuerzas ceden, y si ceden, jamás vuelven justamente a su lugar) y recuerdas con más facilidad lo que ocurrió en tu infancia que lo que pasó ayer.

De repente te dan ganas inmensas de dar más tiempo a la familia, porque en el camino hacia “la trascendencia” le robaste demasiado, a la par de cuestionarte si valió la pena.

Y crees que has avanzado mucho, cuando esa es una percepción tan particular, si tomas en cuenta que en el universo eres apenas una criatura más y que, los demás, están tan ocupados en sus propios asuntos, que apenas sí se percatan de que existes; y descubres que tus momentos de gloria son efímeros, y que a veces, provocan más la aversión que el reconocimiento.

De repente, se apoderan de ti las nostalgias de cosas hermosas que has vivido, con su consecuente sentido de impotencia, por irrecuperables; pero también la mala conciencia que provocan en ti tus desaciertos, tu afán de vencer siempre, envuelta en ese odioso concepto moral de culpa y su sentido del pecado -resistente a toda redención-, que en vano tratas de desaprender: de las infidelidades a la persona que te amó, del castigo inadecuado al disciplinar un hijo, de la artimaña para ganar un pleito, de la traición al confiado amigo.

Y así, de repente, te reincorporas para vivir tu ñapa, consciente de que todo lo anterior demuestra que simplemente eres “Humano, demasiado humano” y de que tú, y todo aquello, solo constituyen “El caminante y su sombra”, pero sobre todo, de que, como decían los griegos: “Filosofar es aprender a morir”.

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