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EL DEDO EN EL GATILLO

Soy un peligro público

Mis palabras saben resonar. Esa virtud me convierte en vulnerable. Sin embargo, no temo a mis palabras. Por el contrario, creo que si me las tragara, mi digestión fuera inusual. Soy obstinado, y a la vez, extranjero. Albert Camus advirtió que las habas no se siembran en suelos profanos. ¿Pero acaso hay alguna tierra extraña o son las piedras ocultas las que reclaman también lo inmerecido? Mala señal para alguien que no inclina la cabeza en medio de la lluvia torrencial.

Digo lo que no debo, en el lugar que no debo y a la hora en que no debo. Ese no es mi defecto, sino mi orgullo. Me hace feliz saber que acuichillan mis espaldas.

He pagado deudas ajenas, aunque las mías duermen en latones de desechos que nadie se atreve a tocar. Es de poco gusto hablar de uno mismo. Por eso me alejo de tribunas y tribunos que nada tienen que ver con el rostro que puedo portar del otro lado del espejo. Tengo una familia pequeña, pero con propia vida. He aprendido a soportar el ego ajeno. No inclino mi cabeza. Escribo, colecciono estampillas postales y sueño con lo que una vez tuve la dicha de ser. Y también con lo que ahora soy porque lo he logrado por mí mismo.

Lo demás, al decir del poeta Rolando Escardó, son mis argumentos. Y mientras recuerdo los juegos de mi infancia, rememoro mis novias bien besadas, que deben andar ahora con sus canas al aire. En fin he logrado demasiadas cosas. Las suficientes para sentarme en las noches estrelladas a mirar los astros a lo lejos.

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