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OTEANDO

Te amo, Máxima

El miércoles pasado me levanté más temprano de lo acostumbrado, serían más o menos las cuatro y media de la mañana. Me desvelé, y además, debía asistir a un cliente en una audiencia en Santo Domingo Este. Corría por la Ortega y Gasset cuando recibí una llamada, era la voz de Franklin, mi hijo mayor: “Papi, me acaba de llamar Isabel, que Máxima se murió”. Mi corazón quedó helado, duré unos treinta segundos para destrabar mi añusgo y le dije: “Qué dolor tan grande me produce eso”.

Máxima, ¿quién fue Máxima? Fue muchas cosas a la vez, pero lo fue en el ímprobo anonimato que la vida impone a los desheredados de la fortuna, fue la madre de cinco hijos, abuela de doce nietos y esposa abnegada de “Frede” -como solía llamar a su difunto marido Freddy-, no asistió a la escuela, pero sí a la universidad, la universidad que le proveyó una vida intensa, de laboriosidad extrema por la sobrevivencia, de escaseces grandes y pequeñas, de conjugaciones de opuestos: de amor y dolor para parir tristezas, de memoria y olvido para producir perdones, de desamparo y aliento para sembrar esperanzas.

Máxima fue también maestra. Aunque amaba tanto la vida se burlaba de la existencia. Su vida se contrajo a amar con pasión, rezar con devoción, trabajar con desvelo, fumar un cigarro y jugar la lotería; sí, la lotería, esa apuesta diaria envuelta en dos quinielas para no pedir la medicina, comprar el arroz de un día o las dos yardas de tela de medio luto que, al final de mes, llevaría a su costurera para hacer el vestido que serviría para “cumpli con las amitade” en caso de fallecimiento de un miembro de la familia. Ejerció un magisterio vinculante, para enseñarnos que “el tamaño de la fortuna de un hombre representa el tamaño de su miedo” y que quien nada tiene, nada teme.

La conocimos hace tres décadas -mitad de su vida- y nos enamoramos de esa morena bella que siempre tenía un chiste a flor de labios y se convirtió en madre y padre de nuestros hijos mientras Rita y yo salíamos a trabajar. El jueves la despedí en un cortejo de 14 personas y un sepelio sin banda de música, pero en el que un audaz ruiseñor entonó la triste sinfonía del adiós y yo le prodigué un emotivo TE AMO, MÁXIMA.

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