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El dedo en el gatillo

Publicar un libro: indicio de locura

Mi primer libro en Santo Domingo se publicó en 1989. La entonces llamada Universidad Tecnológica del Cibao (UTECI), dio a conocer mi antología sobre la "Historia de la décima", precedida por un estudio introductorio. No conozco si el libro tuvo índices de venta, toda vez que la tirada casi completa fue destinada como cortesía a ese alto centro de estudios. Solo procuré unos pocos ejemplares que llevé a bibliotecas y regalé a mis amigos. La Universidad se encargó de la distribución, pues contaba con un sitio de conservación. Tampoco propicié un acto de puesta en circulación.

En 1994 di a conocer “Libro de Luis Ernesto”, mi primer poemario en Santo Domingo. En esa ocasión costeé la impresión de mi propio bolsillo, y lo puse en circulación en un acto en la entonces llamada Biblioteca República Dominicana, en medio del dolor por estar separado de mi familia en contra de mi voluntad, y sin esperanzas de un reencuentro inmediato con ella. Poco imaginaba que para aquel acto, mi inolvidable amigo Rafael Ávila me había reservado el regalo mayor: el ómnibus del Campo Las Palmas llegó al lugar lleno de los prospectos. El sitio se abarrotó en un abrir y cerrar de ojos.

Ese poemario, prologado generosamente por José Mármol, tuvo muy buena acogida comercial. A cuenta gotas pude vender la edición completa en las librerías de la Zona Colonial, la tienda Geyda de Danilo García, y muchos emigrantes cubanos que me solicitaban cantidades. El resultado de esas ventas iban a manos de los míos, en La Habana.

Al transcurrir el tiempo, los libros digitales y las drásticas realidades comerciales que en contra de la literatura ha traído la posmodernidad, me han hecho abrir los ojos. Las condiciones de hoy no son las mismas de ayer, y los escritores que todavía queremos imprimir con tinta lo que escribimos, somos héroes, o tontos.

Tres grandes problemas viven los ilusos autores de hoy. Primero, no hay dónde vender los libros. No existen librerías ni comercios que quieran llenar sus estantes con productos destinados al polvo. Segundo, la prisa del día a día ha exterminado a los lectores. La pérdida del hábito de lectura, el poco salario y el escaso tiempo para emprender el disfrute de obras literarias impide que una masa más o menos estable, dedique una parte de su presupuesto en ampliar sus horizontes del saber. Y tercero, y lo más importante, la falta de espacio para el almacenamiento.

No hay escapatoria. Los escritores somos una raza en peligro de extinción. Las grandes casas editoras solo atienden a los nombres sonoros que garanticen un determinado nivel de venta, aunque sus obras solo contienen mecanismos comerciales. Los agentes literarios no quieren saben de nosotros. No somos negocio. No se arriesgan por desconocidos, ni se atreven a invertir en ellos.

Tendremos que volver a la Cuba de los años 50, cuando Alejo Carpentier solo publicaba 50 copias de sus novelas, y Nicolás Guillén daba a conocer sus poemarios a través de periódicos y revistas. El producto de la buena literatura no es muy atractivo en países como el nuestro. ¿Por qué? Dejo la respuesta en puntos suspensivos.

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