EL CORRER DE LOS DÍAS
Guillermo Piña La reina de Santomé
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Mientras Papapa, el abuelo-historia, el sabelotodo de clara intuición político social, el excomandante “desiderista”, tronco familiar que vive en el sendero de las creencias y de su pasado honesto, y cree en lo que otros rechazan, prepara su interpretación de lo que sucede y busca un entendimiento para todo, la religión del santo aparentemente olvidado, el santo asesinado que no ha muerto, el santo que opuso su dios al imperio gringo, el que ahora crece y dice lo suyo, puesto que en los parajes silenciosos de lo que fuera la manigua de San Juan de la Maguana, la brisa respalda el crecimiento social de un escenario que, en su más densa interioridad, no deja de creer en un mundo mítico, donde aún existe el mal del padrejón, donde las botellas, bebidas de rabiosas hojas contra toda enfermedad, santiguadas por el curandero y con las que, preparadas por algunos curanderos, a su modo ‘cristianos’, pero ligados a las religiones vuduistas, atacan las fiebres y las brujerías, sin saber que existen los microbios, sin conocer donde comienzan los problemas de la salud que vencen, “en un caiga quien caiga”, ayudando con hojas a la muerte y resucitando con las mismas a los muertos, si nada tienen que ver con el adorno de las oraciones ni las liturgias, sino con la fuerza de “los seres”.
Mientras el obispo, en inglés habla machacando el castellano con su interior inglés bostoniano e inquiere sobre el origen de Santomé, desea saber de los héroes, y su amistad con los memoriosos de aquellas tierras, donde viven médicos que salvaron a Trujillo de un edema mortal, como aconteció con el joven galeno, que llegado de París se atreve a operar al Generalísimo y pide a cambio la libertad de un familiar desafecto a la dictadura, cuando para muchos pensaban que pudo haberle salvado con una simple botella, con una medicina santiguada, con una oración cristiana mezclada con las hojas de “rompesaraguey” o la de un árbol, capaz digo yo, de que no fuera tan costosa la operación, ni tan riesgosa para la familia. Quizás hubiera sido mejor la intervención de Liborio, cuyas manos eran milagrosas, pero no las del médico parisino que retorna y que con su navaja, podría hacer daño al Generalísimo, protector de los campesinos, casi Dios, recordado en los letreros que respaldaban en esa ruralidades al insigne del adalid, como “Benefactor y Padre de la Patria Nueva”
Todavía, en los años cincuenta del siglo pasado, cuando paralelamente a la imposición de Angelita Trujillo como reina de la Feria de la Paz, se llevaba a cabo la de La Reina de Santomé, había una población que creía en la naturaleza, y “curiosos” del sitio Juan Herrera, donde la gente caminaba sobre calzadas indígenas y debajo de algunas de ellas, en ranchos campesinos, se escuchaban los muertos de la matanza de Jaragua. Muchos sabían que había árboles parlantes de ahogada voz y que las brujas mataban a los recién nacidos chupándoles el ombligo y que los marassa gemelos, tenían poderes más que terrenales. Leyendas como La de Crucita, florecen. También se había comprobado que pululaban en los arroyos indias de las aguas, ciguapas que capturaban a los hombres y después de utilizarlos, los dejaban en riesgo de muerte, y que aún en el color modificable del arcoíris, se movían los espíritus de santorales llegados desde el mundo medieval hasta pueblos que, habiendo recibido raciones de una atmósfera vigente en los siglos XIII y XIV, las respiraban desde la presencia española en la isla, la cuál tenía sus propios “seres”, como revelan los estudios actuales, seres adaptables a lógica sinuosa de la tradición en cierne.
Sobre estas creencias, que son numerosas, y de las cuáles me atrevo a aportar algunas, siguiendo el rastro marcado por mi amigo el escritor, me zambullo en una novela que no es novela etnológica, sino del entorno e interior de la vida familiar, pero donde también aforan mitos y creencias que se perciben cuando se reconstruye un ambiente presidido por el dominio de la dictadura.
El autor de La Reina de Santomé, Guillermo Piña Contreras, logra darnos el mundo de las cotidianidades de una sociedad que para abandonar el ruralismo, crea sus propios santos, incorporándolos a reconocimientos nuevos. Religión que, a pesar del nuevo modo de vida, se aferra a sus propias deidades.
Los personajes barriales, las costumbres, como dijo Papapa, (el abuelo al obispo que buscaba ilustración en lo popular), son las mismas, los desmanes de la dictadura que insiste en manejar las ruralidades, las verdades a destiempo y la concesión que hace el obispo al abuelo, sabiendo que el generalato de Papapa venía de sus viejas luchas como seguidor del caudillo Desiderio Álvarez, a quien Trujillo, mandó a recoserle la cabeza cuando llegó a su despacho, dentro de un macuto y separada del cuerpo por un machetazo rural.
Mientras la Reina de la Feria de la Paz, Angelita Primera, era coronada en el año del Benefactor, 1955, también lo era la Reina de Santomé, la que nunca supo de un soneto, ni de un poeta cortesano, y cuyo nombre flota, quizás únicamente, en el recuerdo unánime del novelista.
Pongo esta interpretación en manos de los lectores de La Reina de Santomé, donde se mueve con acierto de modernidad, un modelo de narrativa llena de simultaneidades biográficas, en la que es, hasta el momento, la mejor de las novelas de su autor, Guillermo Piña Contreras y una de las más sobresalientes piezas narrativas de la literatura dominicana.