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OTEANDO

Los dos lo sabían

Se escribían y llamaban diariamente, se profesaban -también diariamente- ese amor de frustrada sinergia entre minuendo y sustraendo con resto de tragedia. Él se afanaba por lograr con ella una forzosa congruencia de sentimientos dispares, ella fingía indexarse por iniciativa propia al universo de amor por él concebido. Pero estaban ahí, supuestamente el uno para el otro, con la expectativa del futurible suceso de la resurrección, llenos de incertidumbre, presa de sus miedos (ella de que ocurriera, él de que no).

Por detalles no perecería el amor, pensaba él, pero resulta que la suma de los detalles no siempre deviene en el todo de las realizaciones; con frecuencia, unos y otros definen el desencuentro entre lo oportuno y lo inoportuno, lo deseado y lo indeseado, la abundancia y la parquedad. Y en su caso, en la danza de sus anhelos, parecía que él era barroco y ella de salón.

Se habían propuesto recíproca y reiteradamente un nuevo encuentro para afinar las cosas, para ponerle alas a lo suyo y hacer converger aspiraciones y destino, pero todos los días para la fecha de ese encuentro surgía un oportuno pretexto, como si ambos prefirieran posponer, por miedo a fracasar, una conversación llena de reclamos y vacía de certezas.

Parecían, pues, atrapados, pero en jaulas diferentes. Él asumió la idea de no recordarle más el posible encuentro y ella fingió haberlo olvidado. Era como si prefirieran saberse recíprocamente amados a confirmar, con frustración, la recurrente incompatibilidad manifiesta en un lustro de “amor” y decidieran vivir aferrados a lo bueno que aportaba la generosa memoria cuando de cosas agradables se trataba.

Por las mañanas ella le llamaba para confirmar si estaba bien y decirle si ella lo estaba. Y así empezaba el día, con un “te amo”, así también terminaba, pero a distancia. Eran días de escasa presencia, de eterna espera para él, de permanente y conveniente libertad para ella. Quizá él había tomado -sin decirlo a nadie- la decisión de construir un amor especial, formado por todos los instantes en que la extrañaba, suma de su vida y mucho más; y viajar ese amor al infinito tamaño de la eternidad, con la esperanza de que, un día, pudiera ser.

Mientras tanto, cada quien se las ingeniaba hasta que llegara lo mejor -o lo peor-, para sobrevivir, para tomar en sus propias manos una cotidianidad con crepúsculo de lotería, resultado de apuestas contra todos y hasta contra ellos mismos, para volver a sus lechos con la sensación de haber perdido otra vez y de que la existencia se contrae al pago diario de una multa resultado de la culpa de nacer.

El autor es abogado

y politólogo

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