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La política y el fuego fatuo

Están muertos -consiguió decir entre sollozos- ¿Quiénes están muertos? Ellos. Y no pudo continuar. Cálmate, me lo contarás cuando puedas. Unos minutos después, ella dijo: Están muertos. ¿Has visto algo... abriste la puerta?, preguntó el marido. No, sólo vi que había fuegos fatuos agarrados a las rendijas, estaban allí agarrados y danzaban, no se soltaban, hidrógeno fosforado resultante de la descomposición.

SARAMAGO, José. “Ensayo sobre la ceguera”.

Sin que debamos remover los mantos líquidos, pétreos o terrosos del tiempo; ni siquiera los telares arcillosos que inspirados en el Dalí español permiten alzar la capa terrestre para descubrir debajo de ella el musgo y la milenaria acumulación de materia orgánica y metálica; sin que haga falta esfuerzo, ni exigir ejercicios agotadores y estresantes al cuerpo, al ingenio o al intelecto, las luces de lo que parece arder sin hacerlo caen ante la gente, en un destellante acto de presencia. Unas veces para que su ilógica iridiscencia sea admirada; otras, para producir el escozor mudo y arcano con que la piel invoca los tremendos sustos.

Con tales artilugios, los de una fenomenología de la naturaleza que pone a punta de la lengua de la tierra uno de los más espectaculares fenómenos de los que osan ufanarse y gozarse los territorios polares; con esa terral encarnación de auroras boreales, de luz emergiendo y oscilando alrededor de ella misma, como un Walt Whitman cantándose a sí mismo fugaz y fulguroso, danzan esos halos: trocándose en centenares de sierpes aéreas, arremolinándose entre ellas mismas como historia superpuesta en la mente de la gente, manteniendo la distancia, como pieles de los árboles trepadas por felinos y lagartos.

Son producto de la noche, alimentadas por ella para que pervivan. Vienen derramando fanfarrias sobre los imaginarios colectivos: hechas mitos, a carencia de explicaciones; hechas supersticiones en presencia de temores y tiempos sombríos. Hechas paradigmas al pie de las rodillas de las ciencias.

Científicamente, el fuego fatuo (ignis fatuus, en latín) resulta de la inflamación del ciertas materias (fósforo, metano, principalmente) presentes en el vapor cuando emergen de las sustancias animales o vegetales en putrefacción. Aparece como pequeñas llamas que arden en el aire y en la superficie del agua de pantanos y cementerios. Su luz pálida es visible en la oscuridad. Puede ser visto donde las hienas se alimentaron. Quizás, también, revele el rastro de los carroñeros.

Quien haya hojeado al menos una página de la historia se siente impulsado hacia los griegos, hacia esos portentosos creadores de la racionalidad metafísica. Y, para los amantes de las ciencias, hacia los ilusos alquimistas. Los rabiosamente metódicos, hacia Alessandro Volta. Este físico-químico italiano tuvo la osadía de desprender todas las hojarascas que habían caído sobre esas luces. Son producto del metano que se origina en la putrefacción, en los cuerpos que se descomponen, dijo. Y fue de inmediato replicado: No puede ser, dijeron los polímatas, porque es un fuego sin calor, que no quema, que se repele mutuamente, aunque arde.

La creencia de que los fuegos fatuos son espíritus en pena o en venganza, está profunda y extensamente extendida por la historia y las geografías: desde Grecia, lo hemos dicho, a los Galos; de estos al Reino Unido, donde Katharine Mary Briggs le atribuye encarnación de un espíritu malvado que usa su fulgor salido de un grano de carbón cedido por el diablo, como señuelo para atraer a los incautos a su pantano; hasta Irlanda, donde se pensaba que eran especie de gnomos guardianes de riquezas y tesoros y, también, hasta Australia, cuyos pobladores indígenas afirmaron ‘esas luces rehúyen de gente y de contactos’.

En “Drácula”, Bran Stoker hace que el camino del vampiro hacia su castillo se ilumine con infinitos puntos de fuego fatuo.

Y hay mucho másÖ

Con una historia tan igual y extendida, no es sorpresa que J. R. R. Tolkien los haya traído al interior de su “El señor de los anillos” (1954-55).

No sorprende que lo invocara Goethe, diciendo, en “La Serpiente verde y la bella azucena” que “Al salir delante de la puerta vio dos grandes fuegos fatuos flotando encima del bote amarrado y le aseguraron que se hallaban en los más grandes apuros y que estaban deseosos de verse ya en la otra orilla”, con lo que se evoca a Virgilio en La Divina Comedia de Dante. Allí el fuego es llama y brasas, quema y arrasa.

Desde el origen de los tiempos en que fueron vistos, los fuegos fatuos han seducido, atraído y fascinado a incautos, supersticiosos y crédulos; a alquimistas y científicos; a escritores, artistas y poetas; a músicos y a cineastas.

No se tiene o tenía noticia de que hayan concitado la atención de la política. Que hubiesen ingresado a esa habitación a través de discursos y actuaciones en torno al poder, su anhelo, retención o conquista.

De ser así, los voceros, candidatos, aspirantes, armadores, estrategas y emisarios y funcionarios andarían con una lucecita apreciable en los días y en las noches, por los senderos de la tele, los discursos, los videos y la radio.

Se los viera con una fanfarria de circo a cuesta, mostrando una luz que no es aunque se ve; un fuego que arde aunque no quema. Que bien puede ser un hada o un espíritu en pena; un gnomo guardando avaricioso riquezas y tesoros. O un conquistador avieso y fanatizado tras cuyo paso sólo queda lo desastroso que se dibuja en montañas y fosas repletas de cadáveres, de muertos.

En tal espacio, fuego fatuo sería decir que se dice sin decir algo; que se sube si está bajando; llamar a hacer sin hacer algo; decir que vive, cuando está muerto; que hará cuando hizo o hace nada; que es santo cuando ha robado; que es pobre siendo asquerosamente ricoÖ

Y, finalmente, el más ofensivo del peor de los fuegos fatuos: llamar Patria al territorio amurallado de sus bienes, residencias, familia y palacios.

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