EL DEDO EN EL GATILLO
¡¡¡Feliz Año Nuevo!!!
Mis primeros cuatro años dominicanos los pasé sin mi familia, triste pero no vencido. Fueron cuatro estaciones similares a esos filmes donde los protagonistas se cuecen dentro de ellos mismos, aunque merodeen en otros sitios sensitivos.
En 1992, Miguel Sang Ben y Dinorah Polanco intentaron hacerme feliz. Pero la sangre llama a la sangre, y no me da pena confesar que en ese entonces, poco disfruté junto a mis nuevos hermanos.
Mi soledad durante los próximos tres años sucedió en el Campo Las Palmas, frente a una máquina de escribir mecánica que compré en un olvidado comercio de la avenida Mella a un precio irrisorio. No me faltaron invitaciones para compartir junto a mis inolvidables Abelardo Llerandi, Adriano Mota, y la propia familia Sang Polanco. Con ellos frecuenté otras jornadas, incluyendo Navidad. Pero en la conclusión de cada calendario decidí encerrarme a escribir literatura en el cuartel general de los Dodgers de Los Ángeles en Santo Domingo.
El problema vino después, cuando mi esposa (enferma) y mi hijo no eran suficientes para completar mi status vital como ser humano. Faltaban mis padres y mi hija, no siempre a buen resguardo en la tierra que me vio nacer.
Unas horas antes del primer fin de año transcurrió en un colmado en la avenida Privada, de Santo Domingo. Por esa fecha trabajaba como redactor de cierre del Diario Electrónico Dominicano y mi compañero de labores, Junio Lora, me prometió retirarme su amistad si esa noche no iba a acompañarlo a su colmado preferido a compartir con sus amigos y a comprarle manzanas y uvas a mi infante de diez años, quien siempre andaba conmigo, tal vez alucinado por enfrentarse a una nueva ciudad muy distinta a la que recién dejó atrás. Al llegar, Junio fue feliz. Parecía el protagonista de otro filme donde los residentes de una mansión abrían por ellos mismos las puertas a un grupo de recién llegados que acaba de conocer.
Los ojos de mi hijo se movían ante aquellas golosinas que yo no podía comprarle aún. En mi caso personal no tuve más remedio que tomar (lo más rápido que pude) un vaso de cerveza Presidente junto con Junio y sus amigos. Al poco rato me excuse y padre e hijo salimos andando por esas calles de Dios rumbo a la habitación a oscuras que renté cuando todavía era un lugar digno de habitar.
Después, la tristeza llegó vestida con ropa inusual. Mientras no me quedaba otro remedio que recorrer con la frente en alto los altibajos de mis problemas personales, los fines de año siempre eran para mí una fecha alegórica más que festiva. Me parecía que las esferas del mundo harían estallar el último aliento de esperanza que nunca dejé escapar de mi memoria. Y aprendí a cerrar los ojos, a contar hasta diez y a volverlos abrir cuando ya habían transcurrido las festividades y un nuevo año amenaza con tragarse el desasosiego con que había transcurrido mi existencia hasta esos días. Años después, encontré la respuesta a los problemas insalvables de mi mundo interior en cuatro palabras de la letra de una canción comercial puesta de moda por grupo Bacilos: “… es cuestión de madera”. Si sobreviví fue porque nunca dejé de escribir, de leer, ni de ver películas. Y pagué un precio muy alto por tales desvaríos.
Hablo así porque el 24 de diciembre de 1996 disfruté en una de las salas de cine de Plaza Central el recién oscarizado filme “La vida es bella” de Roberto Benigni.
A la salida y mientras caminábamos rumbo a nuestro hogar, mi hijo descubrió que las lágrimas me hacían temblar la voz. Pero mucho más temblé ante su respuesta cuando le dije que el drama del personaje del filme, con su hijo a cuestas, podía ser también el que estábamos viviendo: “Papá, es solo una película”.