Opinión

EL DEDO EN EL GATILLO

¡Oh, las tertulias!

Durante mis años en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba me encargué de organizar las conocidas tertulias de las tardes de jueves. Ese tipo de encuentro cultural era muy familiar. Y hasta único, por su carácter sui géneris. Por suerte, su creador, Nicolás Guillén, no descansó hasta convertir aquellas jornadas en espacios de carácter público donde convergieran todos los géneros de las artes. Su deseo era abrir las puertas de aquella "casa de intelectuales" a todo el que quisiera apreciar el arte y la cultura. Había de todo: literatura, música, teatro, artes visuales, danza, cine y trasmisión en vivo por radio. Allí iban escritores y artistas a beber, a comprar libros, a chismear y a ver qué se movía en el mundillo cultural. Amigos y enemigos se juntaban en un solo ruedo, y al final, todos salíamos parafraseando la canción “Fiesta” de Joan Manuel Serrat: “Se acabó/ la noche dice que llegó el final/ por unas horas se olvidó/ que cada uno es cada cual”.

Aquí en Santo Domingo sucedían muchas tertulias, pero ninguna con dimensión ideada por Guillén. Por suerte, concurrí a todas gracias a los buenos amigos que me presentaban en ellas. Cada tertulia dominicana era un receptáculo de emociones diversas, donde primaba la comida gratuita, las bebidas, el figureo y el aire de farándula. El afán de conocimiento pasaba a un segundo plano. Y me fui alejando de ese acontecer, sobre todo, después de la llegada de mi familia. Las noches eran para estar con mis seres queridos y no para esgrimir la espada del conocimiento.

De todas las tertulias dominicanas, una de las que más frecuentaba era la celebrada en casa de doña Natacha Sánchez. Recuerdo que fue también la primera que visité, en 1992, cuando Mateo Morrison me llevó a recitarle un poema a Juan Bosch, quien ni siquiera pudo escucharme por la gran concurrencia allí reunida y el espacio distante que me separaba de él.

Pero me llamó la atención aquella reunión, y no porque fue el primer lugar donde conocí al famoso autor de “La Mañosa”, sino por la diversidad de los allí presentes, personas de diversas tendencias y clases sociales, unidas todas por la admiración y el respeto hacia don Juan y la cultura.

Un tiempo después comencé a frecuentar de manera esporádica las tertulias de casa de doña Natacha, porque allí no se hablaba de política, ni los pavorreales de la literatura iban a lucir espléndidos plumajes. Allí se debatían temas, se polemizaba y hasta se ironizaba con esa sabia intuición del dominicano que siempre busca una salida elegante para las afortunadas venturas. Miento si digo que todo allí era color de rosa. Faltaba ese toque del ron barato. Faltaba el desequilibrio intelectual que solo surge cuando se toman varias copas de más y comienzan verdades y mentiras a darse la mano como auténticos signos del elogio oportuno. Por esa razón, a ratos prefería otro tipo de encuentros, sobre todo en la Zona Colonial. En casa de doña Natacha se nadaba en otro tipo de aguas. Pero, como dice el refrán, las tertulias solo podrán ser tertulias. No se debe buscar “la quinta pata de la mesa”.

En uno de esos encuentros me tocó ser expositor. Al concluir mi intervención, fui criticado duramente y me alegré mucho de ello. Como acostumbro en esos casos, no me defendí, sino que otros lo hicieron por mí. El tema a debatir la presencia del Che Guevara como personaje en el cine. Mi crítico fue una persona de bien, un hombre honesto, instruido y respetuoso. El tema elegido de dolió, y me enrostró no tratar como político a Ernesto Guevara. Solo le advertí que yo no era político. Que el tema político no me interesaba en lo más mínimo. Allí quedó bien claro que no me refería a la ideología, ni mucho menos al guerrillero argentino como ser de carne y hueso, sino a un personaje que fue tratado como tal en obras de ficción.

Cuando doña Natacha se marchó a cumplir funciones diplomáticas en representación del Estado Dominicano, aquellos encuentros cesaron. El país no solo había perdido a una anfitriona de buena fe que sin llegar a ser una escritora como Simone de Beauvoir, sí movió el mundo intelectual dominicano de los años 90 y principios del 2000, y obligó a cambiar “la chercha” por la discusión de temas serios, sin egos, ni miradas por encima del hombro. Me duele que no se haya escrito un libro sobre aquellas jornadas. Un libro teórico, de trascendencia formativa. Doña Natacha quería hacerlo. Ella conservaba muchas grabaciones de aquellos debates. Varias veces me comentó la idea y la estimulé en lo que pude. Pero no se ha podido lograr hasta el presente.