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PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA

Tres herejes visionarios

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Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.Santo Domingo

Además de los cátaros, hubo otra oleada de opiniones contrarias a la fe de la Iglesia, en la primera mitad del siglo XII. La oleada partió de Italia y del sur de Francia. Era un llamado al clero a una pobreza apostólica. Muchos laicos apoyaron este movimiento de reforma. “Eran hostiles a la jerarquía oficial, poseedora y ejecutora del poder.” Hubo grupos de “humillados, conversos, movimientos de mujeres”. Valoraban la predicación itinerante y vivían un ideal de pobreza. Esta propuesta arrancaba del bautismo, también para los que no querían ser ni clérigos, ni monjes, ni querían renunciar a sus bienes. Joseph Lortz ha recogido este testimonio: Gerhoh de Relchersberg quería que la -regla apostólicaó llevara a los ricos y a los pobres, a los caballeros y a los siervos de la gleba, a los comerciantes y a los campesinos, en suma, a todos, a la renuncia de todo lo que estuviera en contradicción contra el cristianismo. También en el mundo todos deben vivir bajo el abad supremo según -la regla evangélicaó y hacerse así -regularesó (Jacobo de Vitry, citado en Historia de la iglesia, 1982, 421-422).

Pedro de Bruys (Ü 1130) predicó en pobreza una religión puritana, que no valoraba los sacramentos, negaba el pecado original, el bautismo de los niños, los sacramentos administrados por curas indignos y la tradición. Bernardo de Claraval y Pedro el Venerable lo combatieron. Pedro de Bruys acabó quemado por una multitud enloquecida y fanática hacia el año 1132/1133 en Arlés, Todavía en el II Concilio Laterano sus ideas representaban un desafío a la doctrina de la Iglesia y fueron de nuevo condenadas.

Arnaldo de Brescia (m. 1155) fue el padre espiritual de la comuna de Roma. Murió ahorcado. “No deben contarse entre los representantes de ideas heréticas, sino como fautor de impetuosas críticas, perturbadoras del orden”. En su prédica, movida por deseos de una mayor democracia en la vida pública se advierte la exigencia de aquella libertad ciudadana propia de una élite en los tiempos de la República Romana. Sus flechas las apuntó a la “jerarquía enriquecida y simoníaca y al clero secularizado”. No rechazaba obedecer a la Iglesia, sino “todo poder político del papa y de la jerarquía, así como los derechos que de aquí derivan”, los impuestos, la guerra. Adelantándose siglos a otros críticos calificó la donación de Constantino de “mentira y fábula herética” (Lortz I, 1986, 423).

Estos cristianos enfrentados a la autoridad de la Iglesia estaban convencidos de que enseñaban en nombre del Evangelio y eran los verdaderos cristianos. Criticaban mucho al clero, pero eso era común.

En esta fase, merecen especial atención los llamados “valdenses del Delfinado”.

Pedro Waldo fue su fundador. Hacia el 1173 distribuyó sus bienes entre los pobres y comenzó a predicar. No era común encontrar a laicos que predicasen, y menos a mujeres predicadoras como tenían los valdenses. Llaman a la piedad, a las buenas obras, a la lectura de la Biblia.

Predicaban y mendigaban humildemente su sustento. Waldo dejó a sus hijas en la Abadía de Fontevrault, Francia. Ya algunos valdenses consideraron la Biblia como la autoridad suprema, prácticamente la única en asuntos de fe, minimizando la tradición, ¡de la cual nos habla la misma Biblia! Frustrados con las celebraciones rutinarias y comerciales de la Eucaristía, acabaron negando la presencia real en la eucaristía.

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