El dedo en el gatillo
Taiwán: el pequeño David
De niño me enseñaron a no entrometerme en un pleito. Decían mis padres que si lo hacía a favor del derrotado, me buscaría el odio del vencedor. Y si tomaba partido por el más fornido, siempre sería el lacayo de este.
Vengo de un país donde ocurrió un enfrentamiento como el que narro en el párrafo anterior. Y en esa ocasión obedecí a mis padres. Dejé que ambos bandos se molieran a golpes (perdón, a insultos) y al final, no hubo ni vencedor, ni vencido: los dos, a la forma de ver de cada uno, fueron vencedores. Y al final tuve que emigrar en busca de una nueva patria porque en ciertas esferas del poder, no caen bien las gentes que se dicen apolíticas.
Todos saben que amo a Taiwán. He escrito sobre su historia, su cultura y sus gentes. He conocido de cerca su forma de vida y laboriosidad ejemplar. Además, pertenezco a una fundación taiwanesa que hace obras de caridad en la República Dominicana desde hace 20 años, sin pedir nada a cambio. Pero jamás, he tomado partido por la situación política que allí ocurre. No me interesa. Además, juré cumplir uno de los requisitos para ingresar como miembro de Tzu Chi: cero política.
Los funcionarios de Taiwán siempre han respetado mi posición y jamás me han exigido comentarios, ni me han convocado para firmar manifiestos. Si una vez patrocinaron la publicación de uno de mis libros de cine (referido a su industria local) no se debió a una imploración oportuna. Lo hicieron con la misma espontaneidad con que lo escribí. El producto íntegro de la venta de ese libro fue entregado a la Fundación Tzu Chi para realizar obras de bienestar social.
Ahora no renegaré de Taiwán. Por el contrario, siempre veré en esa pequeña isla un símbolo de hidalguía que en estos tiempos parece haberse perdido. Seguiré escribiendo sobre su cine, su cultura y su pueblo, aún a contracorriente.