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Oh, mis “turcos” queridos…

Llegaron en viejas embarcaciones atestadas de emigrantes, luego de haber salido de los puertos libaneses. Muchas de ellas hacían escala en el puerto de Marsella, Francia, donde tuvieron que aguardar meses, en medio de penalidades diversas hasta encontrar un hueco en nuevos destinos americanos. Estamos hablando del período angustioso de la Primera Guerra, de las hambrunas, del predominio neocolonial y de vetustas castas gobernantes, opuestas al desarrollo de las nuevas fuerzas productivas del capitalismo naciente, factores desencadenantes de la mayor desesperación y angustia. Eran muchos de ellos, pobladores de las montañas, humildes, con limitaciones y bajo la denominación gentilicia de “turcos” en sus pasaportes, rúbrica del viejo imperio otomano y las áreas de infl uencias regionales. ¿Qué imágenes pasaron veloces por sus cabezas cuando el ancho mar lo distanciaba del terruño? ¿Qué tristeza inmensa ahogada en dolor inenarrable evocaba a sus familiares más queridos? ¿Hacia dónde los dirigía el azar, el vaivén de una búsqueda de vida, hacia la cual se arrojaban con los bolsillos vacíos, sin más voluntad que la que emanaba de sus brazos, de su disposición a abrir caminos y trabajar? Llegaron a Brasil, a Venezuela, a México, a Cuba, a República Dominicana y a otras naciones, sin conocer la lengua, en terreno de nadie, pero con una vocación granítica al trabajo productivo. Fueron en principio buhoneros, que por las calles de las ciudades y en los campos, vendían y revendían artículos, productos o fruslerías, acamparon bajo una soledad agobiante y gesticulaban apenas vocablos, mímicas de entendimientos con una población exigua, pobre y muy pobre, el país que el poeta nacional, Pedro Mir, llamó agreste y despoblado, donde los campesinos no tenían tierras. Aislados en principio, porque nada excluye más que la pobreza y la ausencia de recursos tangibles. Pero a estos emigrantes los salvó la cultura, su rápido crecimiento económico producto del ahorro y las privaciones, el sentido transmitido en la sangre, en los antepasados fenicios y la necesidad de impulsarse hacia adelante en una sociedad que los acogía con reservas, y que no tardó en asimilarlos, como parte de un enriquecedor proceso cultural y humano. Los árabes en nuestro país forjaron un sentido de la convivencia, con el ejemplo ético de sus núcleos familiares, con su vinculación con el pueblo dominicano, fl oreciendo las uniones legítimas para alumbrar en el seguimiento de las diversas carreras, tránsitos exitosos de integración plena y de amor por la Patria dominicana. Venimos de hogares formados por libaneses y dominicanos, por sirios y palestinos, por padre libanés y madre dominicana, acogidos a los estatutos de la nacionalidad y sobre todo a la asunción de valores universales, y a la defensa de cada átomo y de cada insignia emblemática de esa corriente vigorosa de la nación dominicana, donde la emigración libanesa, siria y palestina, abrió los surcos de una confl uencia de amor al trabajo y de respeto por los símbolos de la tierra que la acogió. Roberto Marín Guzmán, un estudioso de las emigraciones libanesas ha escrito: “existe un viejo proverbio árabe que dice “fi al haraka baraka”, que quiere decir literalmente, “hay una gran bendición en el traslado”, que bien podría traducirse, “el que viaja cosecha bienes”. En opinión de Marín Guzmán, esta pudo haber sido una de las causas motivadoras de las emigraciones de fi - nales del siglo 19 y durante las cuatro primeras décadas del siglo 20. Sin embargo hay motivaciones diferentes que concurren por igual ante la determinación de lanzarse a la aventura de procurar nuevos espacios de vida para la realización de sus proyectos. El mayor número de emigrantes libaneses del siglo 19 profesaban la fe cristiana y pertenecían principalmente a la iglesia maronita. Libaneses de otras profesiones cristianas salieron también del país, como los melquitas y los griegos ortodoxos… asimismo en los últimos años del siglo pasado un pequeño grupo de drusos y musulmanes ha emigrado hacia distintas partes del mundo y América Latina”. No conozco a un solo descendiente de libanés o de árabe, que en ese proceso de arraigo en la dominicanidad, haya delinquido o haya pisoteado el cuerpo de ideas de sus padres. He revisado cuidadosamente la llegada a nuestro país de los emigrantes libaneses y árabes desde fi nales del siglo 19, y sólo encuentro ejemplos a imitar, gente decente, enfocada en sus objetivos de trabajo, en la difusión de sus creencias cohabitadas en el contexto de una humanidad elevada espiritual y moralmente. Muchos alcanzaron riquezas, pero ninguna mal habida o de origen dudoso, ninguna, producto de la violación a las leyes vigentes ni del tráfi co dudoso del bajo mundo, potencialidades puestas al servicio de la nación. Aprendimos a comer la comida más exquisita, los platos más sabrosos, aprendimos a oír la música más contagiosa, con un dejo de nostalgia, las historias narradas en noches familiares de deslumbramiento y amor, algunas palabras en árabe que no hemos podido olvidar, y sobre todo ese sentido del deber y la rectitud. Los emigrantes árabes en nuestro país educaron de manera sistemática a sus hijos, en el camino de la formación y en el norte de las universidades, porque todos fuimos o debimos ir a ellas, primero, antes de decidir otras instancias productivas. Nuestro país está lleno de médicos, ingenieros, economistas, educadores, empresarios y abogados brillantes, que llevan con orgullo el apellido árabe. Había en los árabes un sentido agudo de que el conocimiento y el título universitario de sus hijos eran de orden prioritario, asimilándose completamente ellos y sus descendientes, contribuyendo con su esfuerzo y dedicación al progreso y desarrollo cultural de la Patria de Duarte y Luperón.

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