EL CORRER DE LOS DÍAS
Apuntes para completar a Chochueca
(Para Jimmy Sierra, porque estaba ahí.) Como si fuera un héroe de mil batallas, Chochueca nunca temió la muerte. Andaba tomado del brazo de la misma, y en los velorios pobres la primera avemaría se debía a su voz resquebrajada. Cuando alguien se molestaba decía, “rezo por los vivos y los muertos”. Puesto que se persignaba al ver al muerto, lo considero católico, apostólico y romano. Era un cristiano que perseguía a la muerte. Entonces se hacía un silencio encrespado, entre respetuoso y cundido por el mal humor de los deudos de Villa Francisca y los de los tantos barrios que visitaba, en los que hasta los menos pobres permitían su presencia. Para muchos era portador de la mala suerte, para otros un penitente que daba “pésames” a todo el mundo. De pronto se enteraba de quiénes eran los familiares y se condolía de ellos con un “lo siento mucho”. Hubo, claro está, quien en algún momento le echara fuera del velorio, y el condolido Chochueca con una frase detenía a los que no le daban cabida. “Soy cristiano y todos los que mueren también”. Usaba sombrero de “panza de burro”, heredado. (El panza de burro es una especie de fieltro duro, material de sombreros). Su decencia y bionomía se hacía presente cuando, destocándose, llevaba al pecho la prenda y rezaba en silencio al ver el cadáver. Rita Indiana Hernández ha aprovechado con gran talento en La Estrategia Chochueca su incorporación en la narrativa dominicana, y pienso que estos datos completan al personaje dándole vida real. Soy de los que creen que en nuestras calles hay personajes como los de Pirandello, “en busca de autor”, lo mismo que Jimmy Sierra hizo para sus “fantasmas de chocolate”. Su verdadero nombre era Bienvenido Martínez; alguien ha dicho que el nombre proviene de una especie de pan latigoso. No estoy seguro. Conversé algunas veces con él cuando transitaba por la calle Jacinto de la Concha y se detenía frente a la casa del Dr. Pedro Julio Santana, quien fuera su compañero de escuela pública, desde cuya galería doña Flérida, esposa de don Pedro, le obsequiaba a veces un pan y una taza de leche. Nunca enloqueció, no era un loco, era realmente un maniático. Nunca perdió la razón. Don Pedro me afirmaba que tal vez su pobreza lo llevó hacia la búsqueda de ropas usadas y objetos sobrantes de los velorios tanto distinguidos como populares. Cuando notaba rechazos, se retiraba decentemente, aunque refunfuñando. Alguien le endilgó, no se sabe por qué, el apelativo de Chochueca. Hablo de los años cincuenta, cuando Ciudad Trujillo estaba cundida de locos y seres con aspecto de ello, como Barajita, toda llena de una sonrisa con varios dientes de menos, con vestimenta atractiva por su desparpajo, y una cantidad de collares, ornando un rostro sonriente y labios pintados de rojo, y su gran cartera de chucherías, o como el llamado Pichón de Burro, colector de botellas vacías que llevaba al hombro para venderlas donde Melitón, el mejor comprador de estos artefactos. La aureola loca de Ciudad Trujillo contaba con Ramón el loco, con su voz de tenor cantando en las calles y frente a los balcones del barrio, con un tema favorito, Martha, sin olvidar el nombre de la que decía que había sido su primera novia, Amapola. Ramón abrigaba la creencia oculta de debutar un día en La Voz Dominicana, dónde llegó a cantar en el programa de aficionados que era un remedo de los que se iniciaran en La Voz del Yuna, invento de un gran cantante de tangos, como lo era Alberto Gómez, para seleccionar voces en la incipiente emisora de la llamada Villa de las Hortensias, donde Petán Trujillo trajo, a una emisora de apenas 50 vatios, a figuras como Libertad Lamarque, y Julio Gutiérrez, entre otros tantos. En casa de amigos, casi siempre en la puerta de alguna vivienda Chochueca representaba una época, recibía un plato de comida. Era conversador y no un analfabeto. Pero no era un pedigüeño, y saludaba de manera cordial, conociendo el nombre de vecinos y sufriendo, ya tardíamente, la burla de los muchachos. Chochueca fue un personaje popular. Terminó siendo un signo de loa que he llamado “la barrialidad”. Su manía se hizo cada vez más aciaga y siendo un gran conocedor de la gente “notable”, y más de la del pueblo, muchas veces las vestimentas de los fallecidos iban a sus manos. Los vecinos acumulaban prendas que ya no serían usadas y algunas iban a sus manos. Regalos que se acrecentaron cuando alcanzó fama de heredero de los moribundos. Cuando se incrementó su manía de “rescatar” piezas de vestir que vendía o cambiaba ---como era costumbre, por pollos o gallinasó, y comenzó a “velar “a los que ya graves y se suponía que eran moribundos. Llevando la noticia de los enfermos graves recorría las casas de familia que visitaba, y sus noticias llegaban a aquellos que consideraba parte de sus amistades. Era la voz anunciadora de la muerte, la Casandra de los barrios altos de Ciudad Trujillo. Nunca dejó de usar saco y corbata. Fue el más decentemente vestido de los anunciadores de la muerte. Pero sus vestimentas se arrugaban y perdían su encanto. Entonces se le asignó el sambenito de “azaroso” y de atraer la mala suerte. Así, en las calles cercanas a Villa Francisca y San Carlos, el personaje, con vestimenta heredada, dominando por las facilidades de una herencia triste, generalmente llevaba en un saco de cabuya zapatos, trajes masculinos, y enseres arrancados a la muerte. Nunca se supo que heredara objetos femeninos. Siempre se manifestó respetuoso de las mujeres. Heredó velas que negociaba con la muerte de personas de poca capacidad económica. Ayudó a desmontar candelabros. De baja estatura, con el pelo crespo y con la expresión de aquellas formas genéticas que los dominicanos llamamos del “jabao”, se acercaba a los velorios con respetuoso gesto; se destocaba de su permanente sombrero de fieltro requeteusado, y presentaba las condolencias en voz alta. Era servicial hasta para las diligencias familiares y nunca se le vio incómodo ni dolido por las amenazas de algunos de los vecinos barriales; el respeto era su norte. Chochueca era triste y reservado desde niño. Visitante de los lugares en donde los carromatos de alquiler tirados por caballos tenían las listas de los difuntos mas “asequibles”, Chochueca buscaba en las pizarras de los mismos para saber si había conocidos, y si el carromato, común a los barrios, iba a algún destino ya establecido. En la Funeraria de Martino, en el viejo barrio de San Antón, Chochueca la pedía un “empujón al cochero” apeándose antes de llegar al lugar del velorio. Algún conocido le llamaba por su nombre. ¡Bienvenido! Una de sus diligencias diarias era la visita al diario La Nación en cuya pizarra se anunciaban, también con tiza, las defunciones de mayor importancia. Las herencias de este tipo de muerte eran más jugosas, pero no siempre las había. Entre los acomodados o ricos, no había regalos valiosos, y se guardaban las ropas y enseres del difunto tal vez como recuerdos. Bienvenido murió un día del que nadie sabe nada. Dejó de existir silenciosamente y nadie sabe dónde fue enterrado. El apodo burlón y folklórico, pasó a la farándula, a las imitaciones graciosas de Cuquín Victoria. Quedó en ciertas literaturas, como las de Jimmy e Indiana, se metió en opiniones varias de Internet, y se ha ido esfumando convertido ahora en burlón “recuerdo” de los que no le conocieron o en respetuoso silencio entre los que le conocimos generando, con los años, una filosófica posición sobre los restos de muerte que significaban los objetos que heredaba. Siempre he pensado que en los objetos de un difunto vive parte de su biografía. Pelao, un sustituto con menos elegancia, lentes negros, y un color de piel casi rosado, pero desleído y ausente de brillo, lo sustituía ya desde hacia años. Intentó suplantarlo, pero no tenÏa la personalidad de Chochuca. Imitó su modo de existencia. Heredó su estilo de vida, sus quehaceres, y tuvo menos suerte y fama. Debo hacer honor a Jimmy Sierra quien creando una literatura de hondo sentido para el rescate, lo mismo que Rita Indiana, pasó su mano sobre el pasado folklórico generando narraciones que nacieron al conjuro de una época en la cual la locura se unió al folklore que poseen los personajes en un imaginario de plena acción. Muchos de los que se narran en su libro La Ciudad de los Fantasmas de Chocolate, con Prólogo de Narciso González, y caricaturas de Mercader, caminan hoy en mi memoria. No han muerto y se respiran en gestos copiados de viva vida. Los gestos se heredan, y habemos quienes tenemos algunos que no sabemos a quienes pertenecieron. Es lo que sé, y escribo sobre Bienvenido Martínez, llamado Chochueca, quien llegó al tercer curso de la escuela primaria.