Opinión

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Eugenio Marcano

Coincidiendo con la muerte de Eugenio Marcano me encontraba en una librería de Barcelona, donde compraba la Revista de Occidente que fundara José Ortega y Gasset, y varios libros, entre los que sobresalía la más amplia selección del poeta catalán Pedro Gimferrer, que hace varias décadas impactó a toda una generación con su texto Arde el mar. A pesar de mi búsqueda incesante por textos literarios, en mi mente aún permanecía la noticia del deceso de uno de los pocos científicos que ha producido nuestra tierra y que nuestro país exhibía con orgullo. Me preguntaba cómo sin la existencia de una tradición científica, ahora sucede que uno de los grandes de la botánica y la zoología, incluso con su nombre inscrito en alguna especie animal o vegetal descubierta, era este hombre, un ser correcto y afable, en cuya casa estuve con frecuencia como profesor de su hija Clemencia y compañero de estudios de su hijo mayor, José; compartiendo estudios intermedios con Esperanza Esquea, formando una trilogía cargada de inquietudes por el conocimiento que traspasaba lo que cotidianamente recibíamos en la Escuela María de Toledo. Decidí adquirir un libro que me diera alguna explicación lógica de este fenómeno y compré Filosofía de la ciencia, basado en el Simposio de Burgos que tenía como núcleo los aportes de Karl Popper y sus revoluciones científicas. Admito que mis lecturas no contestaban mis inquietudes del todo, pero fue el punto de partida para continuar mi búsqueda acerca de don Eugenio Marcano y sus aportes científicos. Este maestro se inició como curador en 1955 y reunió como Director del Instituto de Ciencias Botánicas y Zoológicas, la mayor colección de insectos dominicanos y la única de moluscos fósiles de las variadas estructuras geológicas del país. Exploró montañas y valles para buscar la verdad científica a través de la flora y la fauna, sistematizando conocimientos que puso al servicio del país a través de sus cátedras en el Instituto Politécnico Loyola y la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Esta institución en un acto inolvidable encabezado por su rector, doctor Hugo Tolentino Dipp, le otorgó el Doctorado Honoris Causa por su dedicación paradigmática a las ciencias naturales. Recientemente y después de recibir diversos homenajes, nuestro país acaba de hacer justicia al designar con su nombre el Museo de Historia Natural. Leer un libro científico en inglés o en alemán con el nombre de un cactus llamado perekia marcanoi, me obligó de nuevo a buscar en otros textos sobre filosofía de la ciencia y encontré que la actitud ética durante toda su vida, junto a su extraordinaria esposa e hijos, fue definiendo su naturaleza como un espacio donde la verdad y la ciencia se hermanaban para servir a la humanidad, como debe ser la tarea de cualquier científico, así nazca en Europa, Estados Unidos o Japón, o en las cálidas tierras del Cibao, en la media isla que ocupa la República Dominicana. Finalmente, encontré en Lorenz Krüger, miembro del Instituto Berlinés de Estudios Avanzados, la síntesis del homenaje que rindo a este auténtico hombre de ciencia: “Únicamente el progreso de la ciencia como un todo puede llegar a proporcionar una noción adecuada de la verdad. De manera inversa, tan sólo la relación específica con la verdad (en oposición a la utilización) puede hacernos comprender la coherencia interna y la progresividad de la ciencia, en cuanto a logro cultural”.

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