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EL CORRER DE LOS DÍAS

Un adiós a Villegas

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Marcio Veloz MaggioloSanto Domingo

Víctor Villegas, por largos años, fue la sonrisa florida y el deseo de que los otros fuéramos mejores. Nunca se le vio temor a la vida, ni a la muerte. Marchó con paso firme con su universo marinero dentro. Sus poemas Charlotte Amalie, y Criollo, donde aflora tardíamente la maternidad de las olas, revisten como Yelidá, de Tomás Hernández Franco, un sentido profundo del mestizaje, diríase que un sentido épico, porque hay en la poesía narrativa de Villegas un deseo de historiar la cotidianidad, de dar a fuerza del recuerdo aglutinado en su sangre petromacorisana, un sentido a la vida de todos los días. Nos conocimos en aquellos aguerridos momentos en los que “militábamos” bajo banderas literarias diferentes. Eran los finales de los años cincuenta, los de la llamada generación del 48, en parte continuidad de la Poesía Sorprendida, y los que ya diez años después también de algún modo resultado de los hallazgos de los “sorprendidos” hacíamos literatura bajo soles diferentes. Unos bajo la influencia de Pedro René Contín Aybar, y otros bajo la hégira de Antonio Fernández Spencer. El espacio de los encuentros se centraba en las mesas del café Jai Alai, y en algunos que otros puntos de la calle El Conde. La impresión que dejaban estas presencias separadas en el mismo lugar, era de que había dioses como “Pedrito” y Antonio que poseían en sus candelabros culturales toda la llama del saber. La verdad es que Villegas era un punto y aparte. Evitaba las discusiones vanas, hablaba más de la poesía moderna que los otros, entre los cuales figuraban Ramón Cifré Navarro, surrealista a ultranza, y Luis Alfredo Torres, barahonero que había vivido algunos años en Los Ángeles, y cuyos poemas no han sido del todo bien estudiados. Con Víctor hicimos amistad aparte de las diferencias que pudiera haber en esos años de madurez juvenil, si es que así pueden llamarse. Cuando salió a la luz la colección El Silbo Vulnerado, frase tomada de un poema del gran Miguel Hernández; tres poetas dominicanos del 48 se estrenaban en el arte del soneto. Lupo Hernández Rueda, Rafael Valera Benítez y Máximo Avilés Blonda, eran sus autores, y la polémica se acrecentó cuando le fue negado el premio nacional a la obra, porque las bases del concurso no contemplaban autorías múltiples. El libro titulado Trío marcaba una salida hacia la métrica, y hasta cierto punto una escapada de los versos libres. Ya en aquellos momentos Villegas aprovechaba si no el ritmo, si no la rima, el conteo de sílabas que le llevaría, quizá como un continuador de la línea mestiza de Tomás Hernández Franco, a sus poemas de corte narrativo. Ahí estaban algunos de los temas de Rubens Suro, distantes textos de sabor narrativo que se concentran en un tipo de sensibilidad donde el ecosistema de una realidad distante de los clasicismos puros, se hacía presente. Cuando luego, en franca camaradería, viajábamos a los festivales del Caribe en Santiago de Cuba, años de mucha algarabía, nos acercamos más a Villegas. Descubrimos al ser humano. Supimos de su bonhomía y de sus ayudas a poetas en situación apremiante, supimos de su admiración por el poema Yelidá, el cual es todavía mi poema de cabecera, y del mismo modo nos acostumbramos a esos chistes mutuos que revelaban cierta gemelidad de espíritu. Admiré siempre la forma grata con la que Víctor trataba los temas, muy más allá de los temas mismos. La partida de Villegas, como la rosa cantada por Franklin Mieses burgos. “deja un hueco en el aire que no lo llena nada”. Es sin duda uno de los poetas fundamentales de nuestro mundo caribeño.

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