37 años de “El bosque” de Prats-Ventós
Hace treinta años, en diciembre de 1980, el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid acogió el primer conjunto escultórico más impresionante tallado jamás en la República Dominicana y la región: “El bosque”, de Antonio Prats-Ventós, padre de la abstracción escultórica nacional y regional. Un grupo de 40 piezas, esculpido en 1973 bajo el impulso mágico de una febrilidad creativa de energías desbordadas y, como señala María Ugarte en su “Prats-Ventós, 1925-1999”, bajo el estímulo de la invitación de Luis González Robles, entonces director de ese museo. Para Don Tony óasí lo llamé siempreó, esa exposición era la oportunidad de regreso y relativa reintegración a España que la muerte de Franco (1975) y el retorno a la monarquía constitucional brindaban a los españoles expulsados del lar por los sucesos de 1936. Entre estos, él estaba. Vivió con esa nostalgia latente, con una esperanza que de súbito la buenaventura puso a sus pies como ofrenda. Era el cierre de un ciclo de ausencias iniciado cuando apenas contaba 14 años. Un llegar con las manos llenas de su madurez escultórica, plena de vitalidad, calidades y bríos. Para mí, que entre tantos cafés vespertinos lo escuché, mirándolo inhalar el humo de su cigarro, en el silloncito metálico de su improvisada terraza, la exposición de “El bosque” en Madrid pudo significar mucho más; integrar una agenda política y emotiva no revelada siquiera a su almohada: celebrar esa muerte de Franco. Pero el inicio de ese conjunto escultórico en 1973 era muchísimo más. Por más que cavilo, no puedo desvincular ese entusiasmo artístico suyo, esa alegría laboriosa y positiva con la que inició “El bosque” de una venganza política: la respuesta suya, eterna pues desde el arte se erigía, ante un hecho político de singular trascendencia para el futuro español: que ETA “ajusticiara” a Luis Carrero Blanco en 1973, casi seguro sucesor del franquismo, cerrando toda posibilidad a la herencia franquista. Después de 1973 España sería otra. A ese augurio promisorio con “El bosque” el arte dominicano de Prats-Ventós se adhería. Majestuoso y silente. Lo intuyo así porque las tantas veces que Don Tony me habló de “El Bosque” terminó hablando de política española, recordando el anarquismo del treinta y relatándome su entusiasmo por su próximo viaje a España, con Montserrat y Rosa María, su ilusión por el reencuentro con sus viejos conocidos. ¿Qué más que ver su obra allí podía desear ese niño de 14 años que en él no moría? Surgido en ese entorno y de tales emociones, asimilando festividades y tragedias, esperanzas y éxtasis, “El bosque” se inscribiría, por sí, como una obra conmemorativa, de legendaria y singular importancia para la historia del arte de cualquier nación. Más para la de una pequeña como República Dominicana cuyo arte es el único terreno que la conduce a la grandeza como ésa de construir la epifanía sobre el futuro muerto de las tiranías. Ya lo había vivido aquí, con lo de Trujillo. En 1975 lo revivió “allá” con lo de Franco. Eso había que celebrarlo. A lo español, con vino. A lo Tony, ¡con arte! “Lo único de calidad que exportamos es arte, Ignacio”, me decía. “Pero los gobiernos no se dan cuenta”, remataba. Convencido de ello, producía para Santo Domingo, España, Puerto Rico y luego Nueva York. “El bosque” era una obra solitaria, de un tema cuya pronunciación era más que balbuceante entre 1973 y 1980; a pesar de que hoy es el discurso oficial de organismos mundiales. Sólo por eso “El bosque” impondría la reverencia. Porque es, sin dudas, el primer documento del movimiento ecologista en América Latina. Habrá que rastrear con lupa las propuestas de entonces, desde Cánada a La Patagonia, para percatarnos de que el arte regional transitaba lo pop, lo abstracto, lo conceptual, lo cinético y óptico y la neofiguración, validándolos como emblema de la actualidad y el valor estéticos y renovador. Prats-Ventós conjugó muchas de esas cosas porque si de visionario lo tenía todo, de sensible tenía aún más, y de creador tenía las arcas repletas y rebosantes. En el discurso aún tímido del temor ante el peligro y riesgo de la desaparición de los bosques, don Tony vio el tema esencial y formidable de un nuevo arte, su arte. Lo asumió y le fue fiel: pasó a otra serie, “La Selva” y de esta a una más radical: la advertencia neobrutalista de “Procesión por un árbol muerto”. Quizá el discurso ecológico de Prats-Ventós no procediera sólo de los centros ideológicos de la globalidad en gestación entonces, UNESCO y ONU, sino de nuestro vecino, Haití. Allí un ensayo de humanidad depredadora mostraba el éxito de sus fracasos en las heridas del paisaje, en la afirmación de la sobrevivencia indigente sobre los restos agónicos de una naturaleza arrasada de la que no nacían más que unas condiciones de tristezas y abandonos estremecedores. Esa tragedia se percibió en tal magnitud que el Estado dominicano esgrimió la preservación del medio ambiente local para establecer su diferencia político-geográfica frente a Haití; para graficar una de las probables consecuencias de la invasión pacífica que alteraba la etnicidad nacional, según diez años después de “El bosque” denunció Joaquín Balaguer en su “La isla al revés” (1983). Pero si el conjunto escultórico que por razones entendibles se compone de 37 piezas participa de esas circunstancias, hay que aproximársele y recorrerlo, en el Museo de Arte Moderno, para identificar las extrapolaciones que de la biología insular a las formalidades artísticas produce Prats-Ventós de pieza en pieza, diferenciándolas, recopilando mitos y leyendas, inaugurando insinuaciones, alejado ya de sus volúmenes simples, decorativos y totales de “Las meninas”. Abstracción y minimalismo sugeridos en simientes y ovalidades; maternidad y feminidad, verticalidad y machismo; protuberancias mamarias y aguijones; docilidad y aspereza, pureza y rusticidad; fertilidad y esterilidad contrapuntean en pares, y actualizan el itinerario y el catálogo de recursos y significados del arte caribeño. Un Prats-Ventós divertido, creativo, incorpora y organiza sentidos, texturas, herencias y formas en la estructura que definen las plomadas y lo selvático. Así arranca “El bosque” para desarrollarse en “La selva” haciendo menos oblongas, más ampulosas, las formas. En “El bosque” estas caen sostenidas en un persistente sonido de oboes, viajan entre las textura suaves y ríspidas de una madera colorida y suave; cantan rememorando el júbilo pulido de los cantos rodados; se aferra a su vocación solar, aspira al cielo y se eleva para ser perforada y grabar la piel de la madera como piel de hombres y mujeres. En este bosque Prats-Ventós define un nuevo imaginario, lo aporta a todos sus colegas, porque a partir de entonces muchos lo siguen, casi copistas a veces, y lo hace territorio de oníricas agujas suspendidas del aire, lo lanza hacia lo alto sin catedral alguna.