EN PLURAL
Cumpleaños felices
En mi familia, los cumpleaños se celebran como fi esta nacional. Mi esposo Mario es la excepción a la regla, se encierra y se engolfa el día en que se formaliza lo que él llama un año menos de vida: apenas hemos logrado que acepte una felicitación discreta, de regalos y jolgorios, ni hablar, esas cosas son para los “desaforados” del resto de la familia. Efectivamente, para los demás miembros de mi tribu, los onomásticos constituyen temas centrales en nuestras conversaciones y en el accionar cotidiano de los días previos a la fecha aniversaria. Se hacen proyectos, se delibera en colectivo sobre obsequios y brindis; los preparativos empujan para hacerse su espacio en la convulsionada agenda de trabajo que todos/as tenemos. Si alguno parece descuidarse u olvidar las efemérides, recordatorios periódicos, a veces sutiles, otros conminatorios, surjen del entorno, a veces sugeridos subliminalmente por el propio “cumpleañero”. No se necesitan invitados de fuera. La familia se ha multiplicado, seis hijos/as, trece nietos/as, cónyuges incluidos, y seis bisnietos, resultan un conjunto respetable a la hora de contabilizar convidados. El brindis se resuelve con una picadera, y el bizcocho, infaltable, porque sobre él las velitas dan constancia de la edad de aquel de nosotros que cumple años. Si es un/a niño/a, las vejigas impondrán su policromo regocijo semoviente, dando uno que otro susto al explotar alguna, ahíta de soplos, en el aire. Cuando me siento en plan de fi lósofa, de socióloga, o psicóloga, me da por refl exionar sobre las razones de esta euforia familiar que detona en cada cumpleaños. Fabrico hipótesis, la que mas me cuadra surge del recuerdo de una etapa amarga de mi vida, que sin embargo dio el fruto dulce de una costumbre que ha mantenido contra viento y marea oportunidades de convivencia para compartir en familia alborozo, como el pan ázimo que entre sus discípulos repartió Jesús. Es que al quedarme sola, después de un matrimonio y un divorcio traumáticos, con cinco hijos que componían una tierna escalerita cuyos peldaños iban de seis años a un mes de edad, cancelada de mi cargo docente por “agitar” como sindicalista en protesta por el derrocamiento de Bosch, me encontré en medio de una terrible escasez de recursos, que limitaba, no ya cualquier partida para costear sanos esparcimientos, sino la cobertura de las necesidades básicas del hogar. Entonces tuve que ingeniarme para salvaguardar como madre solitaria lo que me parecía más importante: la posibilidad de alegría de mis hijos/as, el sentimiento confi ado de saberse amados, el ejercicio solidario de amar. Los congregué alrededor de unos sueños, de unas expectativas, de unos planes amables que se concretaban en varias fechas cada año: La navidad, con los Reyes Magos trayendo en sus talegas juguetes comprados con el producto de las joyas heredadas que vendí. El Día de las Madres, en cuya víspera los hijos/as hacían en sus Colegios regalitos humildes que a mí me hacían llorar emocionada y a ellos/as los infl aban de orgullo creativo y del iluminado gozo de la donación. ¡Y los cumpleaños! En el amplio, descuidado patio de la casa en la que vivíamos en Gascue, único bien que poseíamos, colgábamos vejigas y guirnaldas hechas por nosotros con papeles multicolores; una mesita paticoja, sillas que prestaban los fraternales vecinos, la radio conectada a todo volumen, y el bizcocho comprado con regateos amigables en la repostería de doña Nitín. Ya en la tardecita, sudorosos, contentos, los/las niños/as culminaban la fi esta cantando a coro, desaforadamente, “Happy birthday”. Entre las Navidades, las Madres y los cumpleaños felices, asumíamos nuestras tareas como intervalos entreverados de alentadoras esperas. Yo agotaba mi tiempo y mis fuerzas dando clases particulares hasta que el Movimiento Renovador de la UASD me abrió puertas. Mi hijos/as estudiaban y jugaban, tejiendo ilusiones a futuro. Una que otra noche, superando el cansancio diurno, les organizaba encuentros con los amigos de la “peña” del barrio, los hacía reír declamando con cursi gestualidad poemas que de tanto oírlos todavía repiten las hijas. Mientras escribo este En Plural memorioso, me afi rmo en la hipótesis que explico. Planté esperanzas y la cosecha ha sido sobrada, tantos encuentros familiares durante muchos años lo acreditan. Ayer viernes, cumplí 79 años. Como regresé del “exilio de la vida” al que me sometieron dos operaciones recientes con la sensibilidad a fl or de alma, repaso este manojo de recuerdos, como se acarician unas rosas encarnadas que nos envía algún ser muy querido. La memoria de tantas fi estas de cumpleaños, del cariño sembrado, acumulado y compartido, ha sido la mejor celebración de mi cumpleaños, este año, además de la Misa de Gracias por mi vuelta a la vida. Y que siga la fi esta, pese a las reticencias de Mario, mientras estemos vivos los bulliciosos miembros de esta familia.