El puente Guido Gil
Un hombre se muere y se muere definitivamente; no hay formas ni maneras de retener su partida. Se muere para siempre como todos los muertos de la tierra. Cuando muere, su vida que termina queda anclada en los referentes sociales culturales y políticos del tiempo que vivió. Cuando resucite en la parusía cristiana, lo hará con la memoria del tiempo agotado, de su recorrido vital, volverá con las últimas noticias del último día que vivió, porque nuestro pasado es su presente, al desaparecer todo vínculo de percepción y racionalidad con el proceso informativo del futuro, que es pasado de los que vivieron su muerte. Su agonía o su amor serán suscribientes del contexto que abandonaron. Un soldado caído en los combates de la Segunda Guerra Mundial, volverá a la vida con el impulso de sus últimos segundos, con el torrente de las ideas que prevalecieron, con su versión del deber, sus imágenes serán las del enemigo, Hitler o Churchill, Mussolini o Stalin, dependiendo de que lado estuviera. Un amante apasionado hasta la locura, hasta su nivel más alto (porque todo amor es locura o no es) volverá con su alteración de conciencia y bifurcación de planos mentales, a reponer sus celos y posesiones sicológicas. Nadie puede regresar de la muerte sin la última mochila de recuerdos que llevaba consigo cuando murió, prescindiendo del mundo que dejó, porque si retorna sin memoria, no es él, es apenas sustancia, plasma, magma, efluvio tan similar a una ternura de plantas o al feudo de los elementos, cáscara cósmica sin atributos humanos. Alejo Carpentier, ese gigante de la narrativa contemporánea, escribió en su novela “El reino de este mundo” que el hombre sólo puede alcanzar su máxima grandeza, su más alta medida en el reino de este mundo, hablando del hombre como expresión concreta de un tiempo histórico. La discusión es infinita, somos o no somos memoria. En la brevedad social de la existencia memoria y pasado se fusionan y ambos se extinguen. Sólo nos queda la idea filosófica de Nietzsche y la conceptualización del “eterno retorno”, pero su noción es ciega, no tiene credo. Cuando el doctor Guido Gil desapareció el 17 de enero de 1967, su memoria final atestiguó el móvil del crimen. Lo desaparecían porque siendo abogado de los trabajadores de una empresa azucarera ideó “el paso de la jicotea”, una mortal forma de resistencia que no podía ser atenazada y que consistía no en hacer paros o movimientos huelguísticos, sino en trabajar a desgano, disminuyendo la fuerza productiva sin abandonar su oficio o responsabilidad laboral. Cuando se contabilizaron las pérdidas, la producción había mermado en casi un 40%. Cuando se indagó se determinó que Guido Gil había instruido a los trabajadores, para que pusieran en práctica “el paso de la jicotea” para debilitar la empresa y presionar nuevos contratos colectivos de trabajo beneficiosos para la clase obrera. Guido Gil había escrito un ensayo, tres años antes de su desaparición, sobre la guerra restauradora que nos liberó de la opresión colonial española en el siglo XIX, donde sostenía el criterio de que esa guerra era la única expresión de guerra de masas que había tenido el país, o sea, que la Restauración de la República era el único movimiento armado de lucha social y patriótica en el que la gran masa del pueblo dominicano representada por el campesinado, había participado en la lucha por su libertad. Durante los días de la guerra de abril de 1965, probablemente a finales del mes de mayo, escribió un folleto donde sostenía el criterio de que los dominicanos estábamos construyendo una versión de la “Comuna de Paris” con la modalidad de resistencia de la zona constitucionalista y la integración de fuerzas y sectores progresistas en la lucha por reivindicaciones sociales y demandas democráticas. Este folleto no ha podido ser recuperado y parece haberse perdido en el trafago de aquellos días. Guido era un intelectual de izquierda, periodista y abogado de prestigio en la pequeña sociedad dominicana de entonces. Fue apresado cuando regresaba a Santo Domingo de La Romana donde había sido detenido por algunas horas, luego de haberse quedado en San Pedro de Macorís el 16 de enero y haber tomado un carro del transporte público el día 17. Fue detenido en el puesto policial que existía al cruzar el puente sobre el río Higuamo al ser requisado el vehículo. Un sargento preguntó quién era Guido Gil, y él respondió de inmediato: estaba sentado en el medio entre dos pasajeros, en la parte de atrás. Jamás se supo de él y se formaron varias comisiones de investigación para establecer su paradero debido al insistente rumor público que identificaba la causa de su secuestro. Incluso el propio presidente Balaguer informó que había recibido la información de que Guido estaba en Cuba. No fue una orden directa del gobierno de entonces. Murió por sus ideas y en pleno combate por los derechos de los trabajadores. Al ponerle el nombre de Guido Gil al nuevo puente sobre el río Soco, próximo al Higuamo, el Gobierno rinde homenaje a este dominicano olvidado y sería una mezquindad no reconocer en este homenaje una admisión de su memoria, de su último día, de sus últimas ideas, del mundo injusto y los instante en que moría y de los rostros impúdicos de sus verdugos.