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Opinión

MUCHACHOS CON DON BOSCO

Mi madre Emilia

Juan Linares, SDBSanto Domingo

El domingo recibí la noticia de que mi madre había fallecido, y unas lágrimas brotaron de mis ojos. Había cumplido los cien años en octubre pasado. Su salud fue siempre privilegiada. Su vida en la Tierra fue una verdadera fiesta y luego, al final, se fue consumiendo poco a poco, de manera especial en estos últimos meses. El domingo 15 de marzo, día en el que los cristianos celebramos la Resurrección de Jesús, el buen Dios se la llevó para tenerla con Él, en cielo. Cuando me comunicaron la noticia, sentí que la escuchaba cantar el salmo 121 “¡Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor!”. Hoy quiero dar gracias a Dios por mi madre. Una madre maravillosa. Sus hijos Tomás y Maripaz, Mari y Ángel, y Juan, sus nietos, familiares y cuantos la conocieron nos sentimos orgullosos de ella. Transmitía vida por doquier, estaba siempre alegre y todo lo veía positivamente, tenía una inteligencia privilegiada, era trabajadora y su corazón era grande, grande, grande… capaz de amar a todos. Y sé que para Dios era y es una “hija predilecta”. De verdad que en nuestro mundo hay mujeres extraordinarias y muchas de ellas son nuestras madres. Así lo siento de la mía. Ante la muerte yo tomo una postura de “creyente” y por eso afirmo que es Dios el que nos ha concedido el don de la vida y que esa vida es para siempre, es eterna. Se trata de una vida que no termina. Mi madre vivió cien años en la Tierra y ahora vive por toda una eternidad en el cielo. También desde el Evangelio descubro que Jesús, el Maestro, nos ha dado el mejor testimonio de lo que es morir y de que el mejor morir es el “dar la vida”. Mi madre no ha perdido la vida sino que la ha dado por amor, en una forma generosa y sacrificada, y ahora como premio tiene “vida eterna”. Y cuando vivimos el hecho maravilloso que cambió la historia de la humanidad, la Pascua de Jesús, sintiendo que nuestra vida en la Tierra es limitada, comprobamos que hay “un paso”, es el paso que lleva a la vida en plenitud. Y como Jesús ya ha dado ese paso nos hace partícipes de su triunfo, y nos resucita. Cuando hace ya unos años, murió mi padre, Juan, en su recordatorio pusimos “Su luz no terminó, porque poseía la Luz”. Ahora lo unimos y se lo decimos, también, a mi madre Emilia, mientras ellos, juntos en el cielo, son ya felices para siempre.

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