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Evocación en torno al rumoroso río Camú

Ayer, sumida como en misterioso ensueño, evoqué de pronto los años de mi infancia. ¿Por qué fueron tan fugaces si fueron los mejores? Desde los días del paraíso, los cánticos extraños, las luces sobrenaturales y los más dulces frutos, hoy ausentes, fueron desapareciendo, como si Dios estuviese cansado de nuestros destrozos forestales y de nuestras codicias contaminantes. Pero no quiero llorar. Recordé mis baños en mi adorado Camú, que brinda al caprichoso Yuna el regalo de sus linfas. No podía evitar gritos de infantil alegría, ni los traviesos empujones de otras niñas, escolares, que algunas veces me hicieron tropezar con los guijarros del fondo aunque las heridas se cicatrizaban pronto. Yo nunca fui mimada: me reía de los golpes y mi única ambición era llegar a grande para participar en los maravillosos carnavales. Pero no quiero llorar. ¡Oh mi río Camú, con pepitas de oro, como el legendario Páctalos, y crecientes mínimas, como las del Tajo; y mágicos nocturnos, como en el Ozama! Tus aguas olían a río porque eran puras como los padres dominicos que vinieron a pie, desde Santo Domingo del Puerto, pisando espinas y cruzando pantanos y durmiendo bajo un palio de lejana galaxias, azotados por los frecuentes chubascos... ¡Olor a río, que más nunca he podido gozar!... Los vientos solamente traen ahora hedores de sustancias químicas, o desechos industriales, pero no las melódicas notas de un sutil pentagrama, que yo solamente lograba captar. Tú, que naces a ciento treinta y siete kilómetros de distancia, al sur de la islita Las Golondrinas, me recuerdas, ¡Ay!, al romántico Bécquer, cuando se preguntaba: ¿Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar?

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