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Mano Juan: un paraíso, pero para los turistas

Para miles de turistas que visitan la isla Saona cada año, este pedazo de tierra podría parecer la prometida. Pero para sus habitantes, el golpe de realidad llega después de las 4:00PM, cuando los turistas se van, aunque el monopolio de los tour operadores les deje poco provecho. Apenas reciben dos

Yaniris López, Gabriela Read y Virginia RodriguezSanto Domingo

A las 3:30 de la tarde se marchan los turistas. Se alejan en los botes en medio de ese murmullo europeo que nunca llega a ser tan eufórico como el caribeño. Llevan sal en el cabello y tranquilidad en la cabeza. Han disfrutado de la última de las playas de la Saona, donde apenas hicieron contacto con los lugareños, y regresan a sus cómodos resorts. Mano Juan se dispone entonces a hacer su vida de pueblo. Mary, por ejemplo, que ya ha cerrado la tienda de regalos, prepara conconetes para su gente y en eso echa el resto de la tarde. En realidad su nombre es Marta Javier pero, como casi todos, usa un apodo por el que se le reconoce. Prepara el dulce manjar como si fuera a comérselo ella misma. Pero nunca lo vende a los turistas, porque ellos comen en los restaurantes que disponen los hoteles. Hacia 1979, cuando empezaron a llegar a la isla y la influencia de los tour operadores era menor, recuerda que preparaba comida para ellos. Ahora Mary se lamenta de que la tiendas de regalos “a veces pasan entre 15 y 20 días sin vender nada”. Entonces ella y las demás mujeres propietarias deben “desamparar” el negocio e irse a las demás playas, canasta en mano, a intentar vender alguna cosita. A veces ni siquiera logra vender lo que le ha costado el viaje en el bote, unos siete dólares. “El problema es que la mayoría de los guías tienen ‘gift shops’ y le dicen a los turistas que no traigan dinero para ellos venderles lo mismo, pero tres veces más caro. Los turistas nos lo cuentan a cada rato”. En Mano Juan el paisaje es un paraíso. El ancho azul, la arena blanca y fina, el ambiente fresco. El pueblo está constituido por dos hileras de casitas muy pintorescas que dejan entrever el estatus económico de sus propietarios, algunas están más cuidadas que otras. Como patio, una espesa hilera de árboles que no permite vislumbrar lo que hay más allá, y así, la isla permanece prácticamente inexplorada por sus propios habitantes. También hay una plaga de mosquitos, poca actividad económica y apenas hay energía eléctrica dos horas por día. En una ocasión, Mary abandonó la isla durante seis años, pero terminó regresando al terruño donde nació. Al comparar a la ciudad con Saona, lo decidió: “Aquí hay más tranquilidad”. A Rómulo Torres, comandante de la Marina de Guerra que lleva cuatro meses en Saona, tanta tranquilidad no le gusta. En realidad, aunque es marino, ni siquiera le gusta la playa. “En este tiempo sólo me he bañado dos veces, no me gusta el agua salada”. En la comandancia hay teléfono, paneles solares y una televisión con antena, pero sólo entran dos canales “y a veces”. Alrededor juegan unos niños, Adonis, Wander y Luis Pedro, entre 9 y 11 años. Tampoco les gusta vivir allí. “Porque hay demasiados mosquitos y no hay para donde coger”, explican. —¿Son amigos de los turistas? “Ellos son amigos de nosotros”, contesta uno de ellos. —Hay niños que nunca han visto la playa y se sorprenden de tanta agua... “Como nosotros, que cuando vemos los carros decimos el diañe, cuantos carros”, dice otro, y se muere de la risa. A diario tienen contacto con un vehículo en la isla. Se trata de una vieja chatarra que permanece tirada en un patio y con la que les gusta jugar. Sólo recuerdan que la camioneta llegó un día en un barco grande y surcaba la playa de un lado a otro. Luego, ya no sirvió más. Cuando salen de la escuela, su otra diversión consiste en jugar basquetbol en una cancha próxima al cuartel. Ahora que están de vacaciones tienen más tiempo para pensar cuáles serían sus alternativas. Luis Pedro sólo sabe que desearía vivir en Samaná, de donde es oriundo. Albertina Valdez, o Rosa, como se le conoce, hasta hace poco era la única profesora de Saona. En septiembre se incorporó una nueva maestra, lo que para ella es una buena noticia, pues tal vez pueda ampliar la docencia de séptimo hasta octavo grado. Veintitrés años dando clases, y cinco meses como licenciada. Conseguir el título resultó muy duro. Tuvo que tomar un bote cada fin de semana para ir a estudiar a una universidad en San Pedro de Macorís. Fue pesado y costoso, aunque obtuvo el apoyo de las embarcaciones, que le llevaban de manera gratuita. “Duré cinco años y medio viajando. ¡Mi amor, eso es un sacrificio! Yo digo que me merezco una estatua aquí”, expresa con orgullo. Rosa recuerda a su maestro, Rafael Candelario, de quien heredó la vocación. “Era un buen profesor, muy drástico. El día que los estudiantes no iban él los buscaba y se los llevaba. A mí me encontraba con latas de agua en la cabeza, me las quitaba y me decía camine, vamos a la escuela.” En el plantel faltan muchas cosas, advierte la maestra, que siempre ha trabajado con más de 60 niños. Explica que se trata de un multigrado, así, cada fila representa un curso distinto y tiene su propia pizarra. “Cuando la muchacha nueva empezó, tuve que darle una de mis pizarras. El distrito no nos suple. Al ser una isla y estar un poquito alejada, cuando llegan los materiales didácticos los acaparan por allá y cuando uno quiere buscar ya no encuentra”. -¿Le gusta vivir aquí? “Claro, muchísimo. Me gusta mucho este lugar por la tranquilidad. Aquí es lindo, es tranquilo”. -¿Y se piensa quedar para siempre? “¡Ay, sí, esa escuela es mía ya!”. Sin embargo, su familia, que fue de las fundadoras, se marchó a La Romana cuando ella empezó los estudios. Su hija mayor también se fue con ellos. Cae la noche en Saona y el pueblo de Mano Juan aguarda por sus dos horas de luz. José Amparo es el encargado de las líneas eléctricas desde hace 18 años. La isla ha tenido cinco generadores desde 1978, cuando se instalaron las redes. Pero él no recuerda nunca una crisis como la actual. Tiene un monitor de computadora al que espera, algún día, comprarle un CPU “y conectarme a la red de internet”, dice. De la isla lo mejor es la tranquilidad, piensa, pero lo que más resalta de Saona es la longevidad de sus habitantes. Miledys Díaz coincide con él. “Aquí la gente se muere de viejo, no por enfermedad. La isla está bendecida por Dios”, dice. Miledys tiene un puesto de venta de aceite de coco y caracoles. Rara vez vende alguno, porque ella misma advierte a los turistas que no pasarán por aduana. Es pobre y no se queja. Piensa que lo importante es estar bien con el de arriba. A las nueve, todo se apaga, menos la luna. Un radio se escucha bajísimo en alguna de las casas hasta que el sonido de las olas se encarga de silenciarlo. Y luego, el siguiente día. Los botes y los turistas. Los conconetes de Mary. Las dos horas de luz. Después del mar...En Mano Juan, la imagen paradisíaca de la isla Saona finaliza cuando llega el momento de hacer cuentas. El transporte, la electricidad, la falta de turistas y de espacio disponible apto para echar la basura, las oportunidades de empleo y el poco dinero circulante les roban el sueño a los pobladores. El primer pueblo en el que hacen escala los turistas, Catuano, es más afortunado en cuanto a ingresos porque es la parada más próxima a tierra firme -si se le puede llamar tierra firme a otra isla- y a ella llegan nacionales y extranjeros. En Mano Juan hacen malabares para pagar los mil quinientos pesos que se cobra por concepto de luz, de la que sólo pueden disponer de siete a nueve de la noche. La instalación de paneles solares que hizo este año la Secretaría de Turismo alivia en parte el problema. Mientras se cumple la eterna promesa de los gobiernos sobre la construcción de un acueducto, el agua potable la consiguen “almacenando” en tanques y pozos la que cae del cielo. Y si pensaba que pernoctar en las noches a la luz de la luna era un sueño, olvide esta imagen, los mosquitos no lo permitirán. La humedad que sube de las tres lagunas que hay en la isla y los pozos de aguas que dejan las lluvias lo impedirán. ¿CÓMO SALIR? El transporte es otro martirio. A menos que se disponga de una lancha para ir y venir entre playas y desde Mano Juan a Bayahíbe, quien necesite moverse deberá pagar entre 250 y 300 pesos de un sitio a otro. Por tratarse de un destino turístico que vende a turistas y a precio de turistas, los saoneros prefieren trasladarse hasta La Romana para abastecerse de alimentos y enseres, otro motivo que explica por qué los productos y la comida, en el islote, son tan caros: un refresco 20 onzas ronda los 40 pesos, y una comida “decente”, en el único restaurante disponible, 400 pesos. El pago “normal” de Bayahíbe al pueblito cuesta 6,500 pesos para un grupo de diez personas con la compañía oficial que hace los viajes desde el embarcadero de Bayahíbe: la caseta de Información Turística. Las excursiones hasta la piscina natural cuestan 5,000 pesos; hasta Playa Bonita 6,000 y a Canto de La Playa, 7,000. El que quiera darse el gusto de pescar, debe pagar 200 dólares por día. Los lancheros justifican los elevados precios del pasaje en el alto precio del gasoil y a la poca afluencia de locales hasta la isla. Confesaron a LISTÍN DIARIO que debido a que los touroperadores que llevan turistas a Saona alquilan las lanchas a compañías particulares, muchas veces tardan dos y tres días en hacer un viaje. La suerte de un pasajero sin influencias y sin dinero varado en el puerto es que alguna lancha de las que transportan a los empleados de las empresas turísticas que ofrecen servicio a los hoteles en las playas de Saona le dé un aventón. BASURA. La playa luce impecable, pero basta internarse varios metros detrás de las casas y establecimientos comerciales para ver un pueblito sucio y descuidado. A menos de 150 metros de la playa y a unos pocos de casas habitadas, el basurero a la intemperie riega de malos olores el ambiente cercano y hace que el paisaje, de espaldas al mar, no inspire nada. Por temor a “algo” o a “alguien”, el saonero es tímido en ubicar culpables. Con evasivas, dice que han hecho de todo para que el problema sea resuelto y que nadie los escucha del todo. No hablan, no acusan, pero se quejan mucho. “Es el peor problema que tenemos”, dicen, pero no digas que yo te lo dije. ESPERANDO. En febrero de este año, en el comunicado que anunciaba la colocación de los paneles solares en Saona, el subsecretario de Turismo, Luis Simó, hablaba de las iniciativas que se implementarían para el rescate de la isla en el 2007. Estas eran “el desarrollo de rutas ecoturísticas que se convertirían en empresas turísticas comunitarias en el mismo seno de la isla”, la construcción de una plaza artesanal y gastronómica y la reconstrucción del muelle en la zona. Finalizado el 2007, las rutas ecoturísticas no existen, la plaza artesanal ni el muelle nuevo, tampoco. No en Mano Juan. (+) La llegada de “12 colonos” a la islaMano Juan es un hoy pueblo de pescadores, pero originalmente fue una comunidad de hombres que cultivaban la tierra. Así lo recuerda Juaniquito, el habitante más antiguo que hay en la isla. En realidad no es tan viejo. Juaniquito tiene 73 años y llegó a la isla con 10 años, hacia 1944. Cuando se le pide que hable de aquellos años, cita de inmediato a “los 12 colonizadores”. Un grupo de familias que fueron llevadas por el dictador Rafael Leonidas Trujillo para que hicieran de centinelas, según dice. “Trujillo trataba de que los americanos no se apoderaran de la isla, quería poner casas a la redonda, pero el tiempo no le dio”, explica. A partir del decreto 1311 del 16 de septiembre de 1975, cuando la isla fue declarada zona protegida, las actividades normales del pueblo tuvieron que cambiar. Ya no se permitía la agricultura de subsistencia ni la producción de carbón. A partir de esa fecha, la población que llegó a alcanzar los 700 habitantes empezó a disminuir paulatinamente. No podían construir nuevas casas y familias numerosas empezaron a sufrir la estrechez del espacio, así que se fueron. La afluencia de turistas mejoró la vida de los saoneros. Aún así, Juaniquito se queja de la falta de opciones. “No hay entretención ni nada. Si hubiera algo, alguna salida para los jóvenes”, se lamenta. (+) La más visitada de las áreas protegidasCon sus 110 kilómetros cuadrados, 22 kilómetros de largo y entre 5 y 6 kilómetros de ancho, Saona es la más grande de las islas adyacentes de República Dominicana y la principal atracción del Parque Nacional del Este, ubicado al sur de la provincia La Altagracia. Según datos de la Secretaría de Medio Ambiente, este Parque Nacional “es el área protegida que registra la mayor afluencia de visitantes del Sistema de Áreas Protegidas de la República Dominicana”: más de 250 mil visitas al año. Aunque llegan atraídos por las playas, en la isla, a la que sólo se llega por vía marítima, hay varias cuevas de importancia (Cotubanamá, Hoyo de La lechuza y Hoya de Conjuro) y dos senderos interpretativos. Los habitantes más viejos aseguran que al llegar a la isla encontraron indios. Sentarse con ellos a escuchar estas historias también forma parte de los atractivos del lugar. (ZOOM)En la ruta de los huracanesUbicada en el mismo trayecto de los huracanes, la isla Saona sufre cada año los embates de estos fenómenos. Los habitantes de Mano Juan ya están acostumbrados, sin embargo, carecen de un refugio oficial donde guarecerse durante el evento, y se alojan en la escuela o la iglesia. La mayoría de las casas son de madera y para construirlas en concreto necesitan un permiso especial de Medio Ambiente por tratarse de un área protegida. Mientras el permiso llega, algunos deciden construir casas en concreto por su propia cuenta.

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