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BRASIL

Muerte y negación en la capital de la Amazonía brasileña

Trabajadores de SOS Funeral transportan en barca el féretro de una mujer de 86 años que vivía en Río Negro y se sospecha que murió por COVID-19, cerca de Manaos, Brasil, el 14 de mayo de 2020. El coronavirus se ha propagado río arriba hasta aldeas remotas y territorios indígenas donde para infectar a las tribus que viven allí. (AP Foto/Felipe Dana)

Trabajadores de SOS Funeral transportan en barca el féretro de una mujer de 86 años que vivía en Río Negro y se sospecha que murió por COVID-19, cerca de Manaos, Brasil, el 14 de mayo de 2020. El coronavirus se ha propagado río arriba hasta aldeas remotas y territorios indígenas donde para infectar a las tribus que viven allí. (AP Foto/Felipe Dana)

A medida que la camioneta blanca se acercaba a la calle Amor Perfeito (Amor Perfecto), uno a uno, los habladores vecinos se callaron, se cubrieron la boca y la nariz y se dispersaron.

Hombres vestidos de pies a cabeza con trajes de protección llevaron un ataúd vacío hasta la pequeña vivienda blanca y azul donde Edgar Silva había pasado dos febriles días intentando respirar antes de su último aliento el pasado 12 de mayo.

“No fue COVID”, le insistió su hija, Eliete das Graças, a los trabajadores de la funeraria. Juró que su padre, de 83 años, había fallecido a causa del Alzheimer, no de la enfermedad que arrasaba los hospitales de Manaos.

Pero Silva, como la gran mayoría de quienes mueren en su casa, nunca se sometió a una prueba de detección del nuevo coronavirus. El doctor que firmó su certificado de defunción no vio su cuerpo antes de determinar la causa: “Paro cardiaco”.

Su deceso no se contabilizó como uno de los causados por la pandemia en Brasil.

Manaos en una de las ciudades más afectadas por el brote de Brasil, donde oficialmente 23.000 personas murieron por coronavirus. Pero a falta de evidencias que demuestren lo contrario, familiares como das Graças niegan rápidamente la posibilidad de que el COVID-19 se cobrase la vida de sus seres queridos, lo que supone que probablemente la cifra real de fallecidos sea mucho mayor.

Mientras ambulancias circulan a toda prisa por Manaos con las sirenas a todo volumen y las excavadoras abren nuevas filas de tumbas, el aire húmedo de esta ciudad a orillas de majestuoso Río Amazonas se siente más denso de lo habitual ante una negación tan persistente. Manaos ha registrado casi el triple de decesos habituales en abril y mayo.

Médicos y psicólogos dicen que la negación de base procede de una mezcla de desinformación, falta de educación, escasez de pruebas y mensajes contradictorios de los líderes del país.

El primero de los escépticos es el presidente, Jair Bolsonaro, quien se ha referido repetidamente al COVID-19 como una “gripecita” y manifestó que la preocupación por el virus es exagerada.

A la pregunta de un reportero sobre el creciente número de fallecidos el 20 de abril, Bolsonaro respondió: “Yo no soy un sepulturero, ¿de acuerdo?”.

Se ha resistido a imponer cuarentenas como las decretadas en Estados Unidos y Europa para contener la propagación del virus, alegando que ese tipo de medidas no merecen la pena por su costo económico. Cesó a su primer ministro de Salud por respaldar los confinamientos, aceptó la renuncia de su reemplazo tras poco más de un mes en el cargo y dijo que el interino, un general del ejército sin experiencia previa en sanidad o medicina, seguirá a cargo de la respuesta a la pandemia “por mucho tiempo”. En una reunión de su gobierno el mes pasado, visiblemente enojado, el presidente insultó a los gobernadores y alcaldes que implantaron cuarentenas.

Sus seguidores son receptivos a su negación del virus, tan decididos como él a seguir con su vida como siempre.

Un sábado reciente, los residentes de Manaos abarrotaron un bullicioso mercado ribereño para comprar pescado fresco, sin respetar la distancia social. Mientras las desbordadas unidades de cuidados intensivos trataban de acomodar a los nuevos pacientes trasladados en avioneta desde la Amazonía, los fieles regresaron a algunas de las iglesias evangélicas de la ciudad. Los ataúdes que llegaban en barcas no frenaron el entusiasmo de los jóvenes que acudían a fiestas privadas. Y en la calle, las mascarillas solían cubrir barbillas o frentes en lugar de bocas y narices.

En la mayoría de los casos, el coronavirus causa síntomas leves o moderados. Pero en algunos pacientes, especialmente en personas mayores o con patologías previas, puede derivar en enfermedades graves como la neumonía o incluso causar la muerte.

La nueva enfermedad llegó a Manaos en marzo, en medio de la temporada de lluvias. Al menos fue entonces cuando las autoridades médicas la detectaron por primera vez en la capital del estado de Amazonas, que es a su vez una región remota e internacional. Una precaria carretera conecta la ciudad con el resto del país, y otras municipalidades están a horas de distancia en barca. Pero la flora y la fauna tropicales atraen normalmente a los cruceros de turistas, y empresarios de todo el mundo vuelan hasta allí para visitar su zona de libre comercio. El pasado octubre, Manaos envió una delegación a China para buscar inversionistas.

La primera víctima mortal del virus se reportó el 25 de marzo y los decesos se han incrementado desde entonces. Pero debido a la falta de pruebas, solo el 5% de los más de 4.300 entierros realizados en abril y mayo fueron de casos confirmados de COVID-19, según estadísticas funerarias locales.

Para acomodar a la creciente cantidad de ataúdes, el cementerio público Nossa Senhora Aparecida taló una zona de bosque tropical para abrir docenas de zanjas en la tierra anaranjada y sepultarlos allí.

Estas fosas comunes provocaron el enfado de los familiares de los muertos con las autoridades municipales. ¿Por qué los cuerpos de sus seres queridos tenían que ser enterrados de esa forma si no había evidencia de que sus muertes fueron causadas por el COVID-19?, preguntaron.

Das Graças era una de las que esperaba que su padre pudiese tener una despedida apropiada. Pero no lo fue. Los hombres vestidos de blanco le dijeron que se sellaría el féretro, una precaución que ahora se toma independientemente de la causa del deceso. Sería enviado al contenedor refrigerado del cementerio público a la espera de su inhumación.

“Una persona no puede siquiera morir con dignidad”, dijo das Graças, de 49 años, entre lágrimas. “¡Va a pasar la noche en un congelador cuando podríamos estar haciendo su velatorio en casa!”.

Velar a los muertos en sus hogares ya no está permitido. Pero trabajadores de SOS Funeral, que proporciona ataúdes y servicios funerarios gratuitos a quienes no pueden pagarlos, han encontrado viviendas llenas donde los familiares tocaron los cuerpos de sus seres queridos, se abrazaron y se secaron las lágrimas con las manos sin guantes, una despedida potencialmente contagiosa.

Los desbordados servicios de emergencias se han encontrado con una reticencia similar a la hora de reconocer el riesgo viral. Sandokan Costa, médico de ambulancia, dijo que los pacientes suelen omitir mencionar los síntomas de COVID-19, poniéndolo a él y a sus compañeros en un riesgo mayor. “Lo que más me ha sorprendido es la creencia de la gente de que la pandemia no es real”, afirmó.

Costa cayó enfermo con el virus a finales de marzo, pero ha trabajado sin descanso desde que se recuperó y le sorprende ver a sus conciudadanos en la calle actuando como si no ocurriese nada. Hay un estigma asociado a la nueva enfermedad, dijo señalando que “El coronavirus se ha convertido en algo peyorativo”.

Las autoridades sanitarias atribuyen gran parte de eso a la gestión que ha hecho el presidente de la pandemia.

En lugar de tomar precauciones, Bolsonaro ha respaldado el uso de cloroquina, el predecesor de un fármaco contra la malaria que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, recomendó para tratar el virus y que él mismo está tomando para evitarlo. Bolsonaro ordenó que Laboratorio Químico y Farmacéutico del ejército brasileño aumente su producción de cloroquina a pesar de la falta de ensayos clínicos que prueben su eficacia. Un extenso estudio publicado recientemente en la revista médica Lancet sugiere que los medicamentos para la malaria no solo no ayudan sino que están ligados a un riesgo de muerte mayor en pacientes con coronavirus.

En Manaos, los científicos suspendieron parte de un estudio con cloroquina por los problemas de ritmo cardiaco detectados en una cuarta parte de los que tomaron la dosis más alta de las dos que se estaban probando.

Visitar la castigada capital de la Amazonía fue una prioridad para el segundo ministro de Salud de Bolsonaro, Nelson Teich, quien se enfundó en un traje de protección para recorrer varios hospitales. Pero renunció días más tarde por no estar de acuerdo con el pedido del presidente de que el ministerio recomendase prescribir cloroquina a pacientes con síntomas leves del virus.

El gobernador de Amazonas, Wilson Lima, aliado de Bolsonaro, también restó importancia a la amenaza en un primer momento. “Hay una gran histeria y pánico”, manifestó el 16 de marzo, tres días después de la confirmación del primer caso en Manaos en una mujer que había viajado a Europa. Ese mismo día declaró el estado de emergencia, pero sus medidas iniciales fueron limitadas: la cancelación de actos organizados por el estado y la suspensión de las clases y las visitas a penales. Por lo demás, recomendó evitar multitudes y lavarse bien las manos.

No fue hasta el 23 de marzo, cuando en el estado había 32 casos, algunos de ellos de transmisión local, cuando ordenó la suspensión de los servicios no esenciales. Pero las restricciones nunca se impusieron para la zona industrial de la ciudad.

Un mes más tarde, los hospitales de Manaos estaban desbordados con miles de casos y cientos de fallecidos.

A finales de abril, el gobernador anunció los planes para reabrir progresivamente el comercio, pero dio marcha atrás a medida que la cifra de decesos seguía subiendo.

En una entrevista con The Associated Press este mes, reconoció que el inusual aumento de muertes solo podía explicarse por el brote.

“No hay duda de que la mayoría (han muerto) por el COVID-19”, señaló Lima sentado en una vasta pero vacía sala de reuniones en la sede del gobierno estatal en Manaos. “No tenemos otra explicación para esto que no sea el COVID”.

La falta de pruebas de detección hace casi imposible tener una idea clara de cuántos infectados hay en la región, añadió.

Pero aunque no exista un conteo realista, el estado de Amazonas tiene el mayor numero de decesos por coronavirus per cápita del país, con más de 1.700 víctimas mortales.

Los vecindarios pobres y abarrotados se han visto especialmente afectados. La imposibilidad de acudir a una consulta privada y el temor al caos del sistema de salud público, muchos buscan ayuda médica cuando ya es demasiado tarde. Otros prefieren morir en sus casas en lugar de solos en un hospital.

El gobierno de Lima ha sido criticado por gastar 2,9 millones reales (medio millón de dólares) en la compra de 28 respiradores al cuádruple de su precio de mercado a un importador y distribuidor de vino. Tras pasar las inspecciones del consejo regional de medicina y de la oficina de supervisión sanitaria de Manaos, las máquinas fueron consideradas inadecuadas para tratar a pacientes de coronavirus.

Lima negó cualquier mala gestión. Preguntado sobre si habría hecho algo de forma distinta para enfrentar el brote, el dirigente sacudió la cabeza.

“Incluso aunque hubiese paralizado (la economía), aunque hubiese cerrado la ciudad por 30 días y nadie entrase ni saliese, en algún momento habría tenido que abrirla y, en algún punto, el virus habría llegado hasta aquí”, afirmó.

Mientras tanto, el virus se ha propagado río arriba hasta aldeas remotas y territorios indígenas donde para infectar a las tribus que viven allí. La vasta región amazónica, escasamente poblada, no está preparada para hacer frente a una pandemia. Algunas localidades no pueden rellenar los tanques de oxígeno ni tienen respiradores, lo que obliga a las enfermeras a bombear manualmente aire a los pulmones de los pacientes. Donde sí tienen máquinas, los cortes de luz suelen apagarlas.

Muchos pacientes son trasladados a Manaos, el único lugar del estado de cuatro millones de habitantes con unidades de cuidados intensivos.

Aunque los expertos advierten que la pandemia está lejos de terminar en la región amazónica, o en el resto del país, encuestas nacionales revelan que la adherencia a las cuarentenas y a los confinamientos está bajando, y que un creciente número de brasileños ignora las recomendaciones de seguridad de los gobernantes locales.

“Todos los días hay mensajes diferentes del gobierno federal que chocan con las medidas de las ciudades y estados y con lo que dice la ciencia”, señaló Adele Benzaken, médico en Manaos.

Benzaken, investigadora de salud pública que hasta el año pasado dirigía el departamento de VIH/sida del Ministerio de Salud, ha perdido ya a cuatro compañeros durante la pandemia.

Mientras, la información errónea y la desinformación sobre el virus siguen al alza. algunas de ellas compartidas por el propio presidente. El 11 de mayo, Instagram calificó de noticia falsa un post de Bolsonaro en el que decía que un estado había registrado una caída en enfermedades respiratorias este año. Facebook también bloqueó en marzo una de sus publicaciones en las que aparecía elogiando los poderes curativos de la cloroquina ante sus seguidores.

Una afirmación falsa que circula por redes sociales señala que la tasa de decesos en Manaos se desplomó un día después de la visita del ministro de Salud. Otra parece mostrar un ataúd vacío desenterrado en el cementerio de la ciudad, dando a entender que las autoridades estaban inflando la cifra de decesos. Pero la imagen fue tomada en Sao Paulo hace tres años.

Aún así, los mensajes calan y se extienden como el follaje de la jungla.

“Mi opinión es que ellos se están inventado esto y están intentando ganar dinero con esto”, dijo Israel Reis, de 54 años, en las inmediaciones del mercado de pescado de Manaos, sin especificar quiénes podrían ser “ellos”.

Reis, que perdió su empleo en una empresa de mantenimiento electrónico por la pandemia, habló sin mascarilla y dijo que “por supuesto” está de acuerdo con Bolsonaro en que se ha exagerado la gravedad de la crisis y se ha aumentado la tasa de fallecidos.

Hace poco le aconsejó a un sobrino que no acudiese a una clínica local por un dolor de oído. “Cualquier enfermedad dicen que es esa cosa”, añadió refiriéndose al virus.

Un grupo de hombres panzudos de mediana edad, sentados en sillas de plástico en una vereda, debatían una tarde reciente sobre las medidas para combatir el virus. El bar callejero, a unas pocas manzanas de una comisaría del centro de la ciudad, violaban las restricciones estatales por el COVID-19, pero los agentes que pasaron en un coche patrulla no redujeron siquiera la velocidad para llamarles la atención.

La cerveza helada aliviaba el sofocante calor, y los insectos tropicales habían empezado a zumbar al atardecer. Los hombres también se iban poniendo nerviosos.

“¡Póngase la mascarilla!”, gritó uno de los amigos.

“¡No la necesito!”, gritó otro, Henrique Noronha.

Noronha, de 52 años, alegó que solo los ancianos y aquellos con problemas de salud debían quedarse en casa, como afirma Bolsonaro, y los que están bien debería regresar a la normalidad. A pesar de su edad y su figura, Noronha no cree que esté en riesgo.

“Este virus vino para limpiar las cosas”, dijo. “Pero estaré bien”.

Trabajadores de SOS Funeral trasladan el féretro de una mujer de 86 años que vivía en Río Negro y se sospecha que murió de COVID-19, cerca de Manaos, Brasil, el 14 de mayo de 2020. El coronavirus se ha propagado río arriba hasta aldeas remotas y territorios indígenas donde para infectar a las tribus que viven allí. (AP Foto/Felipe Dana)