AMÉRICA
Las huellas de la minería en el bosque de Honduras, sesenta años después
Más de sesenta años después de que la empresa estadounidense Rosario acabara la explotación de los ricos yacimientos de oro y plata en Honduras, la tierra se recupera lentamente en la exuberante reserva forestal de La Tigra.
Ubicada 15 km al este de Tegucigalpa, La Tigra, la primera zona del país declarada reserva forestal protegida en 1980, fue sometida a una severa degradación entre los años 1880 y 1954 por la minera The New York and Rosario Mining Company.
La explotación se extendió a una distancia de solo 40 km del extremo este de la reserva de 24,000 hectáreas pobladas de pinos, robles, encinos y liquidambar; hogar de tigrillos, pumas, guatusas, venados, monos, quetzales, gavilanes, tucanes y reptiles como boas y tamagases.
- Heridas sin sanar -
Décadas después del cierre, los derrumbes en las bocaminas de acceso al laberinto de túneles, que se abren entre rocas perforadas con barrenos y dinamitas, reflejan que la tierra busca sanar las heridas pero, de acuerdo con científicos, perdura la contaminación de las aguas por materiales pesados.
Destacan también árboles frondosos que lograron crecer durante décadas y tienden a desaparecer las viviendas de tablas podridas por el paso de los años en las laderas de la montaña.
"Ha habido recuperación en la zona núcleo y en la zona de amortiguamiento donde se instaló el campamento" de la minera, destacó a la AFP el ambientalista Carlos Espinal. "Las bocaminas se han adaptado al entorno natural, se han convertido en atractivos turísticos, pero las aguas siguen contaminadas", lamentó.
"Las aguas tardarán de 200 a 300 años para liberarse de sustancias nocivas y en algunas zonas aún no crece ni la maleza", lamentó Espinal.
Otra experta, la bióloga Marlenia Acosta, reconoció que la recuperación del ambiente de los daños de la minería "es lenta y a largo plazo" pero de a poco va mejorando la cobertura del bosque.
Acosta resaltó que los planes de manejo emprendidos por ambientalistas han contribuido a la recuperación. No obstante, dijo, la regeneración "es más natural que por la mano del hombre".
- Enclave minero -
Hacia 1880, los hermanos estadounidenses Washington y Louis Valentine formaron una empresa con el entonces presidente de Honduras, Marco Aurelio Soto, y el general Enrique Gutiérrez, que, según Espinal, dio origen al "enclave minero".
Con un capital de 1,5 millones de dólares, los cuatro empresarios empezaron la minera mientras se levantaba la pequeña aldea montaña arriba del pueblo de San Juancito.
Unos 15,000 hombres trabajaron en la apertura y explotación del laberinto de túneles verticales y horizontales que penetran en las entrañas de la tierra a través de tres bocaminas, donde se instalaron dos trenes eléctricos sobre rieles y tres plantas eléctricas.
En los alrededores pusieron 36,000 pies de tuberías de agua, una planta para proceso de cianuro, así como talleres mecánicos, eléctricos y de carpintería.
También construyeron un campamento para los ejecutivos, una escuela, canchas de tenis y boliche, una piscina y los edificios de un hospital y del consulado de Estados Unidos, el primero en Honduras, más las residencias de madera de los trabajadores colgando en las laderas de la montaña.
Los metales eran transportados en los trenes eléctricos y en jaulas como ascensores a través de los túneles verticales para ser sometidos a tratamiento hasta convertirlos en lingotes de 54 kg que a lomo de mulas y bueyes --a falta de carretera-- eran llevados a Tegucigalpa y luego a Estados Unidos.
Soto llegó a ser presidente de la república en agosto de 1876 y gobernó hasta 1883. En octubre de 1880, poco después de la creación de la Rosario, trasladó la capital de Honduras desde Comayagua, en el centro del país, hasta Tegucigalpa. Historiadores aseguran que lo hizo usando su poder político para desarrollar las minas.
Según el archivo de la casa de visitantes del ecoparque de la reserva forestal, en los 74 años que operó la minera sacaron 6,5 millones de toneladas de mineral valorados en 100 millones de dólares en esa época.
Aparte de los daños ecológicos, lo que queda en San Juancito es un pueblo fantasma de apenas 1,500 habitantes, como aldea de Tegucigalpa.
"Este es un pueblo fantasma, aquí no hay trabajo, no hay nada", se queja Marco Seaman, de 60 años, uno de los pocos vecinos que se ven en el poblado de estrechas calles empedradas. "La gente come salteado, un día si, otro día no", agrega al lamentar los daños ambientales que dejó como legado la minera.