Realidad y fantasía
Una calle para un ciudadano insigne
Solo resta resignarnos a la falta de tan insigne ciudadano y pedirle, a una voz, al Ayuntamiento que una calle de su amada ciudad colonial lleve su nombre.
Todos estos días han sido de pesadumbre. Cuando un ser especial, carismático y atractivo, por su modo de ser y actuar, deja este mundo, queda una sensación de vacío y desesperanza.
Hay que conformarse con la voluntad de Dios, pero es muy difícil resignarse a no volver a ver ni tratar a tan singular personaje.
César Iván Feris Iglesias tocó muchas vidas en su andar por la tierra. Se dedicó a la arquitectura como profesión, pero, no contento con esto, se especializó en restauración de monumentos en el programa que la UESCO tenía en la Universidad de los Estudios de Roma.
Allí mismo se doctoró en su profesión. Su inquietud intelectual lo llevó a tomar cursos de arte bizantino, de paisajismo y de interiorismo.
Al llegar al país, con su bagaje intelectual a cuestas, descolló fácilmente entre los arquitectos de su época.
Además de dedicarse a su profesión, dio clases por largos años en la Universidad Pedro Henríquez Ureña. Generaciones de estudiantes atestiguan su forma de enseñanza, simpatía y carisma sin igual.
Su inquietud social lo llevó a fundar, junto con la Iglesia católica, una universidad dedicada a aquellos que durante el día trabajan para ganarse el sustento, pero tienen aspiraciones de progresar. De allí surgió la Universidad Católica Santo Domingo, con varias carreras dirigidas a aquella clase social que por sus medios no podían costear una universidad cara, ni tampoco tenían tiempo durante el día para acudir a clases.
Fue su rector durante un periodo de tiempo, y hoy en día se distingue por estar a la vanguardia en carreras útiles para nuestro mundo de avanzada.
Su amor por los numerosos palacios y mansiones, construidas por los españoles durante la colonia, lo llevó a proceder con la restauración de una de las joyas más preciosas del conjunto: el convento y la Iglesia de los dominicos. Con infinito cuidado y respetando todas y cada una de las viejas piedras, logró restaurar y poner en valor aquella joya, símbolo del poderío y la laboriosidad de los antiguos canteros y quienes los dirigían.
Numerosísimas casas de gente adinerada fueron objeto de su faceta como interiorista y paisajista, no solo en la capital, sino en el interior. Era un hombre multifacético, con un empuje y un amor por el trabajo envidiables.
Esto no le impedía colaborar con cuanto se tratara de ayudar al prójimo. Así se puso al frente de la Pastoral de la Salud, obra de la Iglesia católica, para brindar medicinas a quien las necesitara.
Fue, además, Director del Museo de las Casas Reales en la época en que este brillaba como centro social y de numerosas conferencias, relacionadas con el periodo colonial.
Luego, como director de la Comisión de Monumentos, dirigió la restauración de numerosas edificaciones de las que componen el tejido urbano de nuestra ciudad primada.
Después de una estadía como embajador ante la Santa Sede, asumió la tarea de la Dirección de Patrimonio Monumental, llevando el mensaje de nuestro patrimonio invaluable por todos los rincones de la Patria.
Estaba dotado del don del verbo. Oír una de sus charlas o conferencias era no solo un deleite, sino el deseo de que continuara hablando. Tal era el embrujo que lograba trasmitir con su fecunda sapiencia y su facilidad para la oratoria.
En los últimos tiempos se dedicó a escribir en los diarios nacionales sobre los tesoros que encierra nuestra ciudad colonial. No hubo aspecto que no cubriera, en el orden civil, militar y religioso, todo rigurosamente investigado sin resquicio ninguno.
Para que el pueblo dominicano adquiriera conciencia del tesoro que posee; lo cuide y preserve para orgullo nuestro, admiración propia y de extraños. El arquitecto César Langa y quien esto escribe colaboramos en esta titánica tarea.
Solo resta resignarnos a la falta de tan insigne ciudadano y pedirle, a una voz, al Ayuntamiento que una calle de su amada ciudad colonial lleve su nombre.