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Realidad y Fantasía

Concepción, diseño y montaje del Museo de Tostado

A comienzos de la década de 1970, el entonces presidente Joaquín Balaguer compró, a nombre del Estado, la grandiosa mansión con la intención de restaurarla.

Fachada de Casa de Tostado. Foto: Alexis Ramos B.

Fachada de Casa de Tostado. Foto: Alexis Ramos B.

Parece mentira que hayan trascurrido cincuenta años desde la inauguración de un museo que pretendía revivir la vida de la sociedad dominicana después de la independencia de Haití, el Museo de Tostado. Pero el tiempo pasa y no se detiene.

Fue el entonces presidente Joaquín Balaguer quien se preocupó de que la ciudad histórica fuese restaurada a su antigua magnificencia, pensando, como estadista, que el kilómetro que comprende la ciudad amurallada podría ser el centro del turismo internacional debido a su importancia histórica, como la primera capital del Nuevo Mundo.

Me encomendó el trabajo museográfico en la mansión que había pertenecido al escribano y dueño de ingenios Francisco de Tostado, llegado al Nuevo Mundo con la expedición de frey Nicolás de Ovando. Esta propiedad llegaba hasta el mar. Construida en los primeros años de la incipiente ciudad. Pasaron los siglos, pero las antiguas construcciones siguieron siendo habitadas. Con el correr del tiempo, la espléndida mansión pasó a manos del hermano del presidente Buenaventura Báez, llamado Damián.

A comienzos de la década de los setenta del siglo XX, el entonces presidente Joaquín Balaguer realizó la compra a nombre del Estado a los herederos de la familia Herrera Báez, con la intención de restaurar la grandiosa mansión.

El trabajo de restauración estuvo a cargo del arquitecto Teódulo Blanchard.

La mansión se dedicaría a la instalación de un museo que mostrara el modo de vida de las familias en aquel período de paz después de la expulsión de los invasores haitianos. Así se cerraba el ciclo del trascurrir de nuestra ciudad histórica, con el período Republicano.

Tuve el honor de que me encargara tal misión debido a mis estudios de museografía y museología en L’ Ecole du Louvre, París, Francia, y en la escuela de arqueólogos y museógrafos adscrita a la Universidad Complutense de Madrid, España.

La oportunidad de investigar se efectúo gracias a la ayuda de muchos distinguidos intelectuales de la época, entre ellos, don Emilio Rodríguez Demorizi, Manuel Mañón Arredondo, don Gilberto Herrera Báez, don César Herrera, don Vetilio Alfau Durán, doña Flérida de Nolasco y muchas otras personas que, gustosamente, se prestaban a darme información, incluyendo al propio presidente Balaguer, quien se interesó personalmente en la adquisición de piezas importantes, además de los libros recomendados de autores dominicanos que describían el modo de vida de finales del siglo XIX. Fue una experiencia invaluable e inolvidable.

Poco a poco, fui reuniendo la suficiente información para poder hacer un esquema de trabajo, un diseño museográfico y emprender la tarea de adquirir todos los elementos necesarios para ambientar una casa de la época. El trabajo me tomó dos años. Recorrí el país entero, en busca de las piezas que debían ser colocadas en el museo. El apoyo del Presidente fue invaluable, personalmente compró un óleo que vio en una casa de Montecristi y que, dada su cultura, reconoció inmediatamente como una obra de arte digna del museo en formación. Se trata del óleo de la Adoración de los Reyes Magos, que cuelga en un sitio de honor en el museo.

Cada ocho días, debía darle cuenta de mis avances en la consecución de las piezas y demás elementos necesarios, junto con los arquitectos e ingenieros, encargados de las obras de aquel titánico período. Tuve mucha suerte: no solo conseguí en diferentes partes de país los muebles, elementos de adorno, cuadros y objetos de uso diario necesarios en los hogares de entonces, sino también fábricas especializadas en tejidos utilizados en el siglo XIX, en donde a través de muestrarios, aprobados por el Presidente, obtuve las alfombras y los tejidos para cortinas y paneles ilustrativos del uso de telas en aquella época. Poco a poco, las familias dominicanas tradicionales se fueron interesando en el montaje de tan singular museo y empezaron a donar objetos, muebles y cuadros, guardados con celo de una generación a otra.

Eduardo palacios, hijo del ilustre ebanista español Pascual Palacios, recién llegado al país después de haber cursado estudios en Europa, se dedicó a elaborar aquellas piezas que se necesitaban para completar la ambientación del museo. El arzobispo de Santo Domingo, Monseñor Eduardo Brito, me obsequió losetas andaluzas que habían formado parte del antiguo zócalo de la catedral, con las cuales forramos la fuente del patio. Jochi Russo, artista paisajista, se encargó del jardín, adornado con las plantas que se sembraban en los patios del siglo XIX en nuestra ciudad. No faltó detalle. Por medio de don Julio Ravelo de la Fuente, obtuve la música de la época, la que fue grabada y trasmitida a través de amplificadores por todo el museo para llenar el ambiente de las apropiadas melodías.

Doña Graciela García Godoy viuda Cotton obsequió una urna de porcelana y, gracias a los buenos oficios de un cliente de la oficina de abogados de mi esposo, Monsieur Laurent Mirabeau, sobrino del director del Museo del Louvre en París en ese entonces, descubrimos el origen de la urna, que había sido obsequiada a Napoleón Bonaparte y que el Gobierno francés a su vez había obsequiado a Lilas. A la muerte de este personaje, la urna cayó en manos del poeta Fabio Fiallo, quien se la vendió a don Augusto Chottin, y su viuda tuvo el amable y desprendido gesto de obsequiarla al museo, en donde permanece como espléndida joya.

Así mismo, doña Dominica viuda Pellerano donó una silla de la época de Napoleón III, que había pertenecido a su familia. Fueron otras muchas donaciones, de gente desprendida y entusiasmada con ver sus objetos perpetuarse en un museo de esa categoría. Las galerías lucían jaulas con palafitos y al lado de la cocina, una cotorra repetía del nombre del señor de la casa.

Una bella leyenda envuelve de romanticismo el lugar. Mariana, la hija de uno de los dueños de la mansión, durante la ocupación haitiana, se enamoró de un joven oficial, miembro del ejército de ocupación. El joven era nieto del famoso general Leclerc, enviado por Napoleón a pacificar las posesiones de Saint Domingue. Este joven oficial, educado en París, simpatizó con las ansias de libertad de sus amigos dominicanos, involucrándose en una conspiración. Descubierta, no tuvo más remedio que huir, pero quiso despedirse de su amada, esta lo escondió en el pozo del jardín, con tan mala suerte que la guardia haitiana que lo perseguía, al no encontrarlo, descargó la fusilería en el pozo, como gesto disuasorio, matando de esa forma al joven oficial. Mariana ingresó en un convento, después de que la familia fue liberada por las autoridades haitianas. Dicen los serenos que, en la noche, en el museo, el espíritu del joven oficial vaga por la casa buscando a su amada. Poética leyenda que acompaña a la única mansión que posee una ventana geminada en toda América. 

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