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El dolor ante la Pasión de Cristo hecho arte

Dos de las iconografías marianas que más éxito tuvieron en la historia del arte, las vírgenes de los Dolores o Dolorosa y la virgen de la Soledad fueron, junto a la Piedad, las más representadas como imagen del sufrimiento ante la pasión del Hijo. Proponemos algunos ejemplos de maestros de la pintura y la escultura que dan fe de ello.

Dos Vírgenes Dolorosas, una con las manos cerradas y otra con las manos abiertas, guarda el Museo del Prado de Tiziano, quien tuvo que esperar indicaciones del emperador Carlos V para pintar la tabla de Nuestra Señora en 1554 y al año siguiente, nuevamente, cuando le pidió una segunda, que se identifica con “La Dolorosa con las manos abiertas”, como documentan sendas cartas al entonces embajador español en Venecia. El monarca -que fallecería poco después en 1556- evidencia con ello el interés por esta iconografía mariana para lo que aportó hasta el modelo de la imagen, su mujer, Isabel de Portugal.

LA DOLOROSA Y SU INFLUENCIA.

Ambas imágenes participan de una sensibilidad religiosa más próxima al gusto flamenco como muestran sus lágrimas en el rostro. Es el dolor de una madre ante el sufrimiento y la pérdida del Hijo, lágrimas de súplica, de intersección en definitiva del creyente, en este caso, el rey de España, como explica el director del Museo del Prado, Miguel Falomir: “Por eso las dos pinturas acompañaron a Carlos V a Yuste. Su hijo, Felipe II, entregó la Dolorosa con las manos cerradas al El Escorial en 1547, donde permaneció hasta su ingreso en el Museo del Prado en 1839”.

La reelaboración por Tiziano de este modelo flamenco de “La Dolorosa con las manos cerradas” como ‘sufriente’, con lágrimas el rostro, con su manto de pureza lapislázuli, tuvo gran éxito e influyó enormemente en el modelo a imitar desde Bassano a Morales.

Efectivamente, la “Virgen de los Dolores”, del pintor extremeño Luis de Morales (1560-1570), inspirada en la de Tiziano, posa con las manos entrelazadas, pero ligeramente girada hacia la derecha, con mirada perdida y ojos bañados en lágrimas en actitud de imploración ante el padecimiento de Cristo.

También recuerda a la soberbia Virgen doliente del tríptico “Cristo en la Cruz con María y San Juan”, retablo de 1443-1445 pintado por Rogier van der Weyden, y tiene conexión con la Dolorosa del italiano Andrea de Solario, muy parecida, que se recoge con unas potentes manos en un abrazo en cruz, en actitud compasiva y devocional.

En la “Dolorosa” del sevillano Bartolomé Esteban Murillo (hacia 1660), la Virgen es representada de figura completa, sentada, como emergiendo de un fondo en penumbra, en un espacio vacío indeterminado, que potencia la emotividad, el dramatismo que muestra el dolor de la madre para conmover a los fieles.

Con los brazos abiertos y la mirada amarga, la Madre mira hacia el cielo y parece aludir más a la compasión, actitud posterior a la muerte de Cristo, más próxima iconográficamente a una “Piedad” aún sin el cuerpo del Hijo yacente sobre el regazo, que a una Dolorosa representada sufriente justo después de la Crucifixión.

SOBRE LA PIEDAD.

“La Piedad”(1626), del lombardo Daniele Crespi, adquirida por el rey Carlos II para el antiguo Alcázar de Madrid, destaca dentro de su magnífica composición compacta el cuerpo sin vida de Cristo sostenido por la Virgen quien, implorante, gira sus ojos al cielo. La obra, de extraordinaria delicadeza está marcada por la complicada torsión de sus figuras que la dotan de un fuerte dramatismo, y a la vez elegancia. Los cuerpos ocupan todo el espacio del cuadro, algo característico de Crespi, que además fue uno de los primeros en romper con el gusto manierista, aportando más naturalidad.

El claroscuro, o tenebrismo, protagonista de la obra, enfatiza los volúmenes y el drama, y viene marcado por la potente luz que incide sobre el cuerpo de Cristo, de formas perfectas y clásicas, en una especie de vertical construida hacia el rostro de la Virgen, que aporta estabilidad a la composición, un modelo que siguen otras obras de la Piedad, como la de José de Ribera, en su etapa tenebrista, que posee el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.

Saltamos a mediados del XVIII para mostrar la Piedad que el italiano Conrrado Giaquinto realizó cuando trabajaba en la corte española, una combinación del tema de Cristo muerto sostenido por un ángel y el tema de La Piedad.

En primer término, sobre el sudario extendido sobre unas rocas, yace el cuerpo hercúleo de Cristo sostenido por un ángel que lo ofrece a la Madre. La Virgen en segundo término, dirige su mirada de dolor contenido hacia su Hijo, cuya cabeza descansa sobre sus piernas.

Destaca la arriesgada postura del desnudo de Cristo, de belleza clásica, de potente y a la vez delicada anatomía, recordando que es cuerpo incorrupto, reflejo de su divinidad, que nos deriva a “La Piedad” de Miguel Ángel del Vaticano, modelo recurrente en su obra.

LA MAGDALENA.

Del valenciano José de Ribera, que vivió en Roma y Nápoles, donde murió, conocido por El Españoleto, destacamos la “Magdalena Penitente” (1641), ejemplo de su etapa más colorista influenciada por los maestros venecianos y posterior a la tenebrista, la más conocida, influenciado por Caravaggio.

Esta Magdalena joven, bella, de una sensualidad velada, aquí ajena al dolor, pues según la tradición literaria, años después de la Ascensión de Cristo, María Magdalena marchó hasta Marsella, momento donde al parecer decidió retirarse a una cueva del desierto por donde vagó largos años de su vida dedicada a la penitencia y contemplación.

Así convertida en la santa Penitente en la iconografía católica, al borde del lienzo, aparece el pomo de cristal (con el que ungió los pies del Salvador), símbolo del pecado o de la fragilidad humana, de la debilidad ante las tentaciones terrenales, mientras la calavera que se ve a su izquierda representa la humildad ante la vanidad de los bienes perecederos.

Fue precisamente el Concilio de Trento, a mediados del XVI, el que estableció la actitud de la Iglesia sobre el arte sacro, y marcó que la imagen de La Magdalena -negada por los protestantes-, además de ser representada al lado de la Virgen, podía aparecer sola como eterna penitente.

Otro ejemplo de la “Magdalena Penitente” en el apogeo de su juventud y belleza, sería la del pintor asturiano, Juan Carreño de Miranda (1654 ) que custodia la Real Academia de San Fernando de Madrid. En esta obra destaca su delicado barroquismo en la composición curvilínea, en el colorido suntuoso, en la fina pincelada del maestro, que llegó a pintor de la corte de Carlos II, último de los Austrias españoles.

Del otro lado de la vida, la madurez, está la soberbia talla de madera policromada de “La Magdalena Penitente” (1664) de Pedro de Mena, una de las creaciones más originales del autor y cumbre de escultura barroca. Es presentada con gran simplicidad, de frente, y desgarrada por el dolor se inclina levemente ante el crucifijo, concentrando toda la emoción que no puede contener en el rostro. Un silencioso diálogo místico, como fue la vida de esta silenciada mujer en la sombra, con el crucifijo que sostiene en la mano izquierda, mientras se lleva la diestra al pecho.

Con su expresivo fino rostro, una mirada de profunda tristeza y su imperecedera melena, la santa parece iniciar el movimiento que frena el áspero y rígido hábito de yute que evita la anatomía femenina. Uno de los mejores ejemplos de la escultura barroca religiosa, sin llegar al grado de patetismo y desagarro de “La Magdalena” de Donatello, sobrecogedora imagen que el florentino hizo en 1453, al final de su vida, donde una Magdalena, también demacrada por la edad, nos impresiona por su desbordante dramatismo, pero también por su sorprendente modernidad.