COSAS DE DIOS

Sin palabras

Lo escuché sollozar del otro lado del te­léfono y me quedé en silencio. ¿Có­mo consuelas al que consuela? ¿A la persona que siempre tiene una frase de aliento, un consejo oportuno, de quien todo el mundo te dice que el Espíritu Santo lo ilumina, que lo usa, que acierta tanto que esas palabras que salen de su boca solo pueden venir del discernimiento que nos regala Dios? Y no es cuento, de ello soy testigo.

Un par de frases Una vez, acudí a misa muy temprano, ignoraba que él sería el sacerdote, y cuando lo vi, me di­je que daría un gran sermón, como acostumbra. ¡Qué va! Pidió a la feligresía ponerse de rodillas y orar. Yo me dije: “no puede ser, he venido aquí para buscar una respuesta y ahora al padre se le ocurre no hablar”. Pero ese rato de oración resultó sanador, liberador, terminé llorando y, cuando me puse en pie, ya sentía que no necesitaba ninguna palabra suya, estaba en paz. Entonces, el sacerdo­te pronunció un par de frases breves que, sin em­bargo, terminaron de iluminar el camino que de­bía seguir. Así le usa Dios.

No es común No es un religioso común. Lo envuelve una gra­cia que provoca ronchas. Un carisma que agrada y molesta en proporciones similares. Lo que no impide a Dios usarlo mucho, de mil maneras. Una vez, lo vi tomar la mano a una anciana moribun­da con una dulzura que ella recordó hasta su últi­mo día.

La formación En fin, hasta cuando calla, este hombre consagra­do, es capaz de transmitir lo que piensa. La vida, los estudios, los años al servicio del Señor, no han sido en vano. La formación de los curas, lo he vivi­do con otros sacerdotes, logra que muchos de ellos se conviertan en individuos con una gran sabidu­ría, un gran conocimiento de los seres humanos y una gran capacidad de consuelo.

En la otra acera Por eso, cuando cruzan a la acera del frente y los escuchas sollozar por un amigo que partió, por otro cura bueno, entregado, que fue capaz de dar­se a otros tanto que se convirtió en un apoyo espi­ritual y emocional para sus compañeros. Cuando oyes llorar a un sacerdote querido, se te desga­rra el alma y callas, no importa cuánto teorices, cuánto hables. Callas y las palabras se escapan le­jos, inalcanzables. Solo puedes tratar de enten­der el dolor acrecentado por dos soledades, la del ser amado que se marcha y la de quienes lo lloran confinados en sus casas. Porque perder a alguien en estos tiempos de pandemia, aunque no sea por efecto del virus, es devastador. Quedan pendien­tes tantos abrazos: el último al amigo que se fue al encuentro del Señor, el que quieres dar a los suyos para consolarlos y el que te gustaría recibir, para tu propio consuelo.

Dolor equitativo En estos tiempos, lo único equitativo es el dolor. Nos toca a todos. No importa qué tan grande sea nuestra fe, el mismo Jesús lloró a su amigo Lázaro, por eso, entiendo, y me conmueven muy hondo, las lágrimas de este querido cura. Espero que Dios, que lo ama tanto, le haya regalado las palabras de consuelo que siempre le transmite para otros y que yo, que no tengo su carisma, no pude darle.

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