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Comentario: Revelaciones

La lección de La peste de Albert Camus

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Manuel Mora SerranoSanto Domingo

Viviendo en un en­claustrado aparta­mento, como casi todos en esta ciu­dad, olvidamos las lecciones de otras plagas. Re­leyendo una clásica en el género, de un escritor de raza como Albert Camus (1913-1960), Premio Nobel de Literatura 1957, su no­vela reportaje La peste, 1947, nos ha parecido importante copiar los dos momentos claves: Cuando re­conocen que era una epidemia y declaran las medidas; tardías, co­mo siempre por asuntos burocrá­ticos, y cuando se liberan de ella.

Esperando aprender de ambas si­tuaciones, primero, la que trata de la misma situación actual, espe­rando que la futura se le parezca, pero, como nunca falta un maldi­to pero, recordemos lo que dice el malogrado genio argelino, como lección histórica.

Lo de hoy, allá en Orán:

“Una de las consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron al­gunos seres que no estaban pre­parados para ello. Madres e hi­jos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una se­paración temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la partida de sus preocupaciones ha­bituales, se vieron de pronto sepa­rados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había efectuado ho­ras antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente, era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciu­dadanos a obrar como si no

tuvieran sentimientos indivi­duales. Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura fue asaltada por una multitud de demandan­tes que por teléfono o ante los fun­cionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo tiempo, igualmente im­posibles de examinar. En realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una situación sin compromisos posi­bles y que las palabras “transigir”, “favor”, “excepción” ya no tenían sentido.

Hasta la pequeña satisfacción de escribir nos fue negada. Por una parte, la ciudad no estaba li­gada al resto del país por los me­dios de comunicación habituales, y por otra, una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudie­ran ser vehículo de infección. Al principio, hubo privilegiados que pudieron entenderse en las puer­tas de la ciudad con algunos cen­tinelas de los puestos de guardia, quienes consintieron en hacer pa­sar mensajes al exterior. Esto era todavía en los primeros días de la epidemia y los guardias encontra­ban natural ceder a los movimien­tos de compasión. Pero al poco tiempo, cuando los mismos guar­dias estuvieron bien persuadidos de la gravedad de la situación, se nega­ron a cargar con responsabilidades cuyo alcance no podían prever.

Las comunicaciones telefónicas interurbanas, autorizadas al prin­cipio, ocasionaron tales trastornos en las cabinas públicas y en las lí­neas, que fueron totalmente sus­pendidas durante unos días y, des­pués, severamente limitadas a lo que se llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un naci­miento o un matrimonio. Los te­legramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados por la inteligencia, por el corazón o por la carne fueron reducidos a buscar los signos de esta antigua comu­nión en las mayúsculas de un des­pacho de diez palabras. Y como las fórmulas que se pueden em­plear en un telegrama se agotan pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en un intercambio periódico de fórmulas estableci­das tales como: “Sigo bien. Cuída­te. Cariños.”

Al final, cuando se liberaron de la peste: “El rumor de la ciudad llegaba al pie de las terrazas con un ruido de ola. Pero esta noche era la no­che de la liberación y no de la re­belión. A lo lejos, una franja rojiza indicaba el sitio de los bulevares y de las plazas iluminadas. En la no­che ahora liberada, el deseo bra­maba sin frenos y era un rugido lo que llegaba hasta Rieux.

Del puerto oscuro subieron los primeros cohetes de los festejos oficiales. La ciudad los saludó con una sorda y larga exclamación. Cottard, Tarrou, aquellos y aque­lla que Rieux había amado y per­dido, todos, muertos o culpables, estaban olvidados. El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuer­za y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos. En medio de los gritos que redo­blaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramille­tes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió re­dactar la narración que aquí ter­mina, por no ser de los que se ca­llan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el rela­to de la victoria definitiva. No pue­de ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir hacien­do contra el terror y su arma in­fatigable, a pesar de sus desga­rramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstan­te, en ser médicos.

Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux te­nía presente que esta alegría es­tá siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre di­chosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desapare­ce jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que es­pera pacientemente en las alco­bas, en las bodegas, en las male­tas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y ense­ñanza de los hombres, despier­te a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.

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