Santo Domingo 23°C/26°C thunderstorm with rain

Suscribete

LA CEGUERA PUEDE VOLVERTE PARANOICA EN EL AMOR

Tras perder la vista, me cuesta que los demás me vean

M. Leona Godin, que vive en Colorado, está trabajando en una historia personal y cultural sobre la ceguera que publicará la editorial Pantheon Books; (Material gráfico: una ilustración de Brian Rea acompaña este artículo)

M. Leona Godin, que vive en Colorado, está trabajando en una historia personal y cultural sobre la ceguera que publicará la editorial Pantheon Books; (Material gráfico: una ilustración de Brian Rea acompaña este artículo)

En la cena inaugural de un retiro de cinco semanas en las montañas de Catskill, les dije a mis colegas escritores: “No tengo talento para la ceguera”.

Eso es parcialmente cierto. Soy buena con la tecnología que me permite ser escritora, pero no soy tan buena con la movilidad, que es en lo que me ayuda Alabaster, mi pareja. Tenía trabajo que hacer y no quería malgastar el tiempo perdiéndome en el camino al comedor, así que pregunté si podía acompañarme. Me dijeron que sí.

Era la única persona ciega, la única persona discapacitada, la única persona que llevó un acompañante, así que era comprensible que la gente preguntara: “¿Cómo se conocieron?”. Sin embargo, me molestó que mis colegas escritores estuvieran más interesados en mi relación que en mi trabajo. Después de relatar nuestra complicada historia, quedamos hartos.

Antes de los 10 años, tuve visión normal, y desde principios de mis 40, he estado totalmente ciega. Durante las décadas en que fui perdiendo la vista, tenía deficiencia visual.

Cuando me estaba quedando ciega, mi vida amorosa continuó como la de cualquier veinteañera y treintañera en la ciudad, muchos enamoramientos con los que a veces terminaba viviendo. Dos meses aquí, cuatro años allá… esa parecía ser la fecha de caducidad de mis relaciones.

El año en que cumplí 30, entrené con mi primer perro guía, Millennium, un elegante labrador negro. Aún podía ver un poco durante el día, pero apenas tenía visión durante la noche. No obstante, con Millennium pude salir sola de noche por primera vez en años.

Mi novio se convirtió en la víctima de mi nueva libertad. Cuando se fue de la casa, le dijo (medio en broma) a Millennium: “Ganaste, amigo”.

Sin embargo, esa libertad no se tradujo en la manera en que me veía la gente: de pronto pasé de verme “normal” a lucir ciega. En las intersecciones, los extraños me tomaban del brazo e intentaban guiarnos a Millennium y a mí hasta el otro lado de la calle. Entiendo que estaban tratando de ayudar, pero la gente que ve a menudo olvida que a los ciegos tampoco nos gusta que los extraños nos tomen del brazo.

“¡Practico karate!”, decía, rechazándolos. Y era cierto. Sí existe el karate para ciegos.

Esto sucedía en la ciudad de Nueva York, donde enseñaba Literatura Inglesa como parte de mi posgrado. Vestía atuendos muy lindos, como trajes sastre con falda y botas de tacón. Tuve bastantes citas durante esos primeros años con Millennium.

Sin embargo, la academia no era para mí. Después de recibir una beca para escribir una tesis, tenía tanto tiempo en las manos que comencé a participar en sesiones de micrófono abierto en el East Village. No tenía mucho talento para la comedia ni el acordeón, pero me volví amiga de excelentes personas que nos aceptaban a mi perro y a mí como dos seres igual de extraños que ellos.

Conocí a Alabaster, mi pareja, en un teatro ubicado en un sótano. Es cantante y compositor, y desde que escuché su primera canción, experimenté una extraña mezcla de pena, alegría y asombro. Por la manera en que la gente lo trataba, supe que también era bien parecido. En distintos grados de proximidad y con una iluminación intensa, alcanzaba a vislumbrarlo. Así, en mi mente, sigue siendo joven y hermoso por siempre, como yo.

Ambos estábamos saliendo de manera informal con otras personas inapropiadas del entorno. Nada ocurrió hasta que mi compañera de cuarto lo invitó a ocupar la tercera habitación desocupada de nuestro departamento en Astoria. Nuestras relaciones previas se evaporaron, y cuando le dieron un trabajo para transportar el arte de un hombre rico a Florida, me ofrecí a acompañarlo. Nos besamos por primera vez al lado de una piscina elegante, y el amor llegó de golpe. Eso fue hace una década.

Algo que no se ve en las películas acerca de la ceguera es la manera en que puede provocarles paranoia a las personas en el aspecto amoroso. O por lo menos esa ha sido mi experiencia: ¿está viendo a otra mujer? ¿Es más bonita que yo? ¿O me está viendo con amor? Ese es el tipo de preguntas que alimentaban mis celos. Solía tener arranques de inseguridad con otros novios, pero mi furia aumentó con la ceguera.

Durante una de nuestras primeras comidas con mis colegas escritores, Alabaster dijo: “Ah, sí, tuvimos algunas peleas atroces en ese entonces. Una vez me dio un puñetazo en la cara”.

Todos se rieron. Yo estaba horrorizada. Además del hecho de que no recuerdo haberle dado un puñetazo en la cara, no era algo que quería que supieran esos casi extraños. Él quería contarlo como una historia graciosa sobre lo mal que estábamos en ese entonces. Y así estuvimos. Rompimos después de estar un año juntos.

El verano de nuestro rompimiento marcó mi noveno aniversario con mi primer perro guía. Había perdido bastante de mi vista a lo largo de esos años y fue más difícil superarlo. Sin embargo, era hora de retirar a Millenium de sus deberes. Ahora era más lento y necesitaba vivir sus últimos años tranquilo. Mi perro guía, mi amante y mi compañera de cuarto se fueron de ahí uno tras otro.

Llamé llorando a mi mejor amiga, Indigo. Llegó al otro día en avión para ayudarme. Limpiamos el apartamento y encontré nuevos compañeros de cuarto. También tuve una aventura de verano con un joven al que conocí en un espectáculo en vivo.

“¿Es lindo?”, le pregunté a Indigo.

“Ay, sí”, me dijo. “Dan ganas de subirlo a un cohete espacial”.

Y por eso empezamos a llamarlo El Astronauta. Pero no duró.

Entrené con mi segundo perro guía, Igor, un hermoso pastor alemán, pero jamás pude desarrollar buenas habilidades motrices. Antes, siempre lograba ver el flujo del tráfico, y ahora que estaba ciega no sabía escuchar. Los perros guía solo son buenos si sus compañeros también lo son, y yo no era buena.

Alabaster y yo nunca dejamos de vernos del todo, aunque saliéramos con otras personas. Unos años después, volvimos a declarar nuestro amor y compromiso, y, en cuestión de un mes, Igor murió de pronto debido a complicaciones durante una cirugía. Estaba devastada y llena de culpa por mi ineptitud, por haber llenado su vida tan breve de tanto estrés.

Alabaster me ayudó a superar esa pérdida, y nos aferramos el uno al otro. Éramos más humildes para ese entonces, y un poco más sobrios.

Han pasado seis años durante los cuales hemos sido casi inseparables. Es imposible saber cómo sería nuestra relación si yo no fuera ciega. Ser ciega es parte de quien soy ahora, y estar con él también es parte de quien soy. Sin embargo, me cuesta que me vean como una persona capaz e independiente, por lo que, después de trabajar tan arduamente en mi propuesta de libro y vender mi proyecto, después de que mi agente me nominara para asistir a la beca en las montañas de Catskill —tras completar la enorme solicitud y ser aceptada— fue doloroso pensar que mis colegas escritores no estaban viéndome.

La paranoia regresó, solo que ahora, en vez de temer que otra mujer se llevara a mi novio, temía que mis propios logros se vieran eclipsados por el encanto y el talento considerable de mi pareja.

Alabaster me ayudaba a desplazarme por el campus, y otros asumieron que hacía mucho más que eso. Durante la cena, mencioné haber leído un correo electrónico, y alguien dijo: “¿Quieres decir que Alabaster te lo leyó?”.

Les conté sobre mi programa para leer la pantalla, mi pantalla en braille.

Incluso después de que presenté mi obra, la gente se mostraba más entusiasta por la música de Alabaster y el hecho de que sirvió en las fuerzas militares. Quizá creían que la ceguera me volvía menos accesible. Quizá se preguntaban por qué un chico genial y con vista normal como Alabaster estaba con una mujer ciega que parecía un lastre.

Me gustaría decir que estaba orgullosa y no celosa de la atención que le dieron, pero la falta de equilibrio afectó nuestra relación de una manera que no habíamos vivido en años. Muchas noches en las montañas de Catskill terminaron en peleas y lágrimas.

Comencé a soñar con reafirmar mi independencia, o regresar a mi vida como una mujer soltera valiosa en vez de una compinche ciega. Aunque imaginar mi vida sin Alabaster me permitía ver que, desde luego, podía vivir sin él, también entendí, con una claridad repentina, que no quería estar sin él.

“Estas personas no me aprecian, pero él sí”, pensé.

En la última noche de camaradería con cervezas, alguien dijo: “¿Tú y Alabaster han sido uno de los temas más populares de conversación aquí!”. Y, por primera vez, no escuché en mi cabeza algo como: “¿Qué está haciendo un tipo genial con una mujer ciega?”. Lo que escuché fue: “Hacen muy buena pareja”.

Solo algunos de mis colegas escritores tenían parejas que los esperaban en casa. Entre nosotros había más divorciados y solteros. En retrospectiva, estoy sorprendida de haber olvidado durante esas semanas en las montañas de Catskill que, ciega o no, el amor es fácil de perder y difícil de encontrar.