MEMORIAS DE VIAJES
Fontana di Trevi es un recuerdo del Aqua Virgo
Mientras en una esquina me detengo para cruzar la calle, el conductor de un auto saca un brazo que mueve amenazante y vocifera a un motociclista que estuvo a punto de chocarle: “Va podure morir por e medio”, escribo tal cual lo oigo. El caos vehicular en Roma me hace pensar que estoy en Santo Domingo. Camino tras haberme apeado del bus de un tour que por razones válidas decido no tomar. Con un plano en la mano enrumbo por mi cuenta hacia la famosa Fontana de Trevi. No intento echar esta vez una moneda de espaldas hacia el estanque, cual manda la tradición a quien quiera volver a esta ciudad, pero sí me detengo a mirar. Sobre la estructura de tubos metálicos que rodea la fuente, mantiene el equilibrio no sé cómo una joven que, recostada de ellos, hojea unos papeles. Está totalmente ajena al bullicio de turistas de todas las edades, varios de ellos jovencitos que burlando la barrera protectora retozan cerca del agua. El entorno no está exento de lo que prolifera ante casi cualquier monumento en muchas ciudades del mundo: un puesto ambulante de artículos de recuerdo de muy variada tónica y bajo precio. Me regodeo ante el magnífico conjunto escultórico, con altura de 25.9 metros, y 19.8 de ancho, adosado a la fachada del palacio Poli: al centro, el Océano (de Pietro Bracci), los caballos marinos y los tritones. En las hornacinas, a la izquierda, la Abundancia; a la derecha, la Salud, son obras de Filippo della Valle. La edificación del gran conjunto, a cargo de Niccolo Salvi en el siglo XVIII, se levanta en el lugar donde hubo una fuente que recogía las aguas del acueducto Aqua Virgo, es decir Agua de la Virgen. Según la leyenda, fue así llamado en recuerdo de la joven que enseñó el camino del manantial a unos soldados sedientos. Son las 11:00 de la mañana de un día de junio en este año 2010. Me desvío por una callecita aledaña hasta una cafetería para sentarme a una mesa al exterior donde, de refilón, cae un rayo de sol. Mas no hay quien acuda a atenderme. En la mesa de al lado, una pareja también espera. Vista la desatención me levanto, camino unos cuantos pasos y estoy totalmente a la sombra en un “bar gelatería” de poca monta, pero cómodamente sentada y bien atendida por una joven que habla correctamente el español ¡Qué diferencia! Tras el zumo de naranja recién exprimida, sintiéndome muy a gusto intentando discernir de qué lugar del mundo procede cada peatón que pasa por delante, pido un café con “panna” (nata). ¡Qué rico está! Retorno junto a la Fontana di Trevi, y me acerco a la Iglesia Santi Vincenzo e Anastasio desde cuya fachada del siglo XVII trasciende la interpretación de una pieza musical grabada. Sigo de largo por la calle desde donde inicia la Via de la Panatteria, y en la calle In Arcione compro kiwis en uno de los varios puestos de frutas, todos ellos atendidos por inmigrantes extranjeros. Desde aquí, apenas sin darme cuenta y sin proponérmelo, me veo en la avenida Quattro Fontane. Me recuesto de la pared de un edificio para estudiar el plano, y ubicada con relación al hotel prosigo mi andadura para ver qué descubro en el trayecto. Es que en la capital de Italia, todo resulta interesante.