COSAS DE DUENDES
Dios, un cien
Pasé frente a ella miles de veces. Está en la carretera del Este, la zona donde nací y a la que viajo con frecuencia. Había escuchado hablar del lugar. Pero nadie le hizo justicia. Aunque su descubridor, el profesor Francisco Richiez Acevedo, quien reportó su hallazgo en 1949, tuvo la idea atinada de darle un nombre que surge en la mente del visitante cuando la recorre: “La Cueva de las Maravillas”. Después que la restauraron, observaba el letrero desde la carretera como una asignatura pendiente. El pasado domingo, cuando regresaba de una actividad en la Romana, nos animamos y paramos. Todo fue fácil. Brunilda, nuestra guía, tuvo la gentileza de esperar a que compráramos las boletas que cuestan 200 pesos cada una para los adultos. El grupo era pequeño pero ella actuaba con el entusiasmo de quien se dirige a muchas más personas. En el sendero que conduce a la cueva, nos mostró la vegetación, que incluye árboles de hojaldre y guáñiga. Cuando entramos, nos explicó que, ha medida que avanzáramos, unos censores de luz se irían encendiendo y podríamos apreciar el entorno. El recorrido incluye 240 metros de los 800 que tiene la cueva, situada a 25 metros debajo de la tierra. No se permite tomar fotos ni videos, no lo necesita, lo que ve se va quedando impregnado en las retinas y el corazón, nos lo llevamos al salir de allí. En este lugar la roca parece la arcilla complaciente que en las manos de un experto escultor se convierte en figuras tan reales que te hacen enmudecer o lanzar una expresión de asombro. “Eso asemeja...”, decía la guía y nosotros no la dejábamos terminar, “un castillo, un tulipán, un cocodrilo, el coro de una iglesia, un hombre de perfil, un corazón”, exclamábamos y siempre coincidíamos. No se requiere de mucha imaginación por parte del visitante, las figuras están allí. Mientras camina percibe a cada paso la magestuosidad del lugar. Bruni dijo que en esa caverna los taínos realizaban ritos funerarios y yo comenté que era un desperdicio, porque para ellos debía ser un palacio. Y eso es lo que parece, el palacio de una película de ciencia ficción. El sistema de luces que va “descubriendo” poco a poco ante nuestro ojos la belleza de la cueva, resulta un punto a favor. Algo que es necesario preservar, y cruzo los dedos, en un país donde las cosas funcionan por tiempo limitado. A mitad del recorrido, el pasado de este pueblo, que pocas veces mira hacia atrás, surge en las rocas: son las pictografías hechas por los taínos, unas 500, nos dijo Bruni. Están plasmadas con carbón vegetal y grasa. Trazos negros, que parecen de niños, sobre la roca a veces rojiza. Me impresionó un rostro con sombrero y una cruz. Es la imagen de la conquista vista por un indígena, hace 500 años. Mucho tiempo. Pero representa un suspiro si pensamos que esta cueva emergió un millón de años atrás. Nos la regaló el mar y el “gran hacedor” de todo, Dios, que se volvió a ganar un cien al crear este lugar de maravillas, más increíble aún por lo cerca que lo tenemos.