sin paños tibios
A Madrid siempre se vuelve
Es curiosa la forma en que evocamos los recuerdos. A veces lo hacemos con tan sólo cerrar los ojos (hay quienes pueden hacerlo con los ojos abiertos) y en otras ocasiones son olores, colores o sonidos los que nos hacen volver a vivir una realidad pasada, paralela a la vigente.
Entre la racionalidad y el sentimentalismo hay una delgada línea que a veces se cruza a conciencia y a veces es tan tenue y difusa que somos incapaces de saber cuándo actuamos en función de lo que nuestro proceso sináptico nos indica, o cuándo simplemente sucumbimos a las reacciones insospechadas que se generan en nuestro cuerpo a partir de la irrupción de chorros de serotonina o dopamina en el torrente sanguíneo. Y la razón da igual, lo que importa es la forma en que asumimos esa realidad que evoca la nostalgia.
Las calles vacías por las noches, la lluvia medio flotando sobre el asfalto que se camina presuroso para espantar el frío del invierno, ese que cala hasta los huesos en medio de la soledad de las calles que una vez fueron recorridas cuando la juventud hacía posible caminarlas bajo la lluvia, sin que importara mojarse; sin que se perdiera la inocencia que daba la ignorancia, aunque intentáramos robar un beso a la mujer deseada al primer intento en el primer encuentro.
Ahora que el tiempo pasa y los años ponen todo en perspectiva, los recuerdos de aquel Madrid de aquellos años se decantan en la memoria como las turbias aguas de un río, que cuando disminuye la velocidad de su corriente comienza a aclararse y uno puede sin miedo abrevar de ella, o también descender al lugar más profundo, donde la claridad permite verlo todo limpiamente.
Al final, Heráclito siempre tuvo la razón, pero también cuando la tuvo al rato dejó de tenerla, porque el río es uno y siempre cambia.
Lo de la constancia no existe en ningún sitio, sólo en la certeza de que en alguna de estas calles pude haberla besado en plena vía y no lo hice, ya sea porque no encontré el valor para hacerlo, porque ella tampoco supo hallarlo, o porque nunca las caminamos juntos.
Pero ya ese momento pasó, y apenas es una imagen de una realidad paralela que no ocurrió pero que sin embargo quedó registrada en mi memoria como una imagen hermosa; y así quedará para siempre asociada a esta ciudad, a estas calles que ahora –25 años después– las camino en silencio, añorando un recuerdo inexistente.
Mientras que en ningún sitio el de Úbeda canta aquello de que “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, el semáforo cambia a verde y cruzo la avenida en silencio, disfrutando la soledad de esta ciudad que fue mía y que nunca ha dejado de serlo; la ciudad a la que siempre vuelvo, aunque sea en sueños.