SIN PAÑOS TIBIOS

La reforma constitucional de Abinader

Que yo recuerde –y con perdón de Borges–, la discusión previa a la reforma constitucional de Luis Abinader es la primera, en los últimos 30 años, en la que no se está hablando sobre si el presidente cuenta o no con los votos necesarios para aprobarla, o de si podrá construir la votación mínima exigida para hacerla salir adelante.

En efecto, si escarbamos un poco en las noticias viejas, hurgamos en los vericuetos de la memoria o hacemos una llamada a alguien que maneje “el histórico”, podremos afirmar que tanto en 1994, 2002, 2010 y 2015, previo a la instalación de la Asamblea Revisora, el interés periodístico, político –y el morbo– se entretenía haciendo cuentas de cuántos votos tenía el gobierno y cuántos la oposición, e incluso –sottovoce– se rumoraban acuerdos, tratativas… tarifas. Cuánto costaba el voto de un senador y cuánto el de un diputado era una pregunta de rigor que tenían que hacer los carpinteros constitucionales y los financistas de turno, para poder llenar la cesta con los recursos necesarios, o, siendo honestos: para comprar los votos faltantes.

Entre lo soez de un mercado persa y lo sofisticado del “Pacto de las Corbatas Azules”, esas reformas nacieron –en términos políticos– con el cuestionamiento de una legitimidad forzada, convenida, y, en algunos casos, comprada. Aún así, en razón de que en un Estado de derecho no existe nada más político que una constitución, ninguna puede ser desmeritada o cuestionada porque la política se impuso cruda y duramente, porque la constitución es el hecho político por excelencia.

Así las cosas, soslayamos que la reforma de Abinader es la primera a la que no se le cuestiona la legalidad y legitimidad de su convocatoria, ni mucho menos la capacidad formal que tiene el gobierno de impulsarla en solitario de manera exitosa; y, si bien es cierto que el gobierno puede prescindir de toda protocolaridad e imponerla si o si –el sueño húmedo de 2019–, ha decidido en cambio escuchar y lograr consensos sobre la base de consultas y participaciones de gremios, colegios, asociaciones, academias y abogados.

Que una cosa es que no faltan legalismos y otra que nunca sobran opiniones bienintencionadas, porque toda constitución es un acuerdo y más allá de la legalidad de los asambleístas –refrendada el 19 de mayo–, es necesario contar con los mayores niveles de apertura por parte del gobierno, hacia inquietudes, sugerencias y propuestas de mejoras que vengan del cuerpo social.

Así como es una obligación del gobierno socializar su propuesta, lo es también escuchar cuantas veces sea necesario las opiniones que reciba, y mejorar lo que haga falta.

Que este ejercicio democrático sea real y consecuente, y que el presidente pueda, a nivel de fondo, incorporar la impronta que desea legar al futuro, para cerrar definitivamente el camino de los aventurerismos reeleccionistas que tan funestas consecuencias nos han dejado a lo largo de nuestra historia.