Sin paños tibios
El brillo de sus ojos
En la mocedad de los primeros años, e incluso después, en la fogosidad de los veinte, cuando todo parece perfecto y la vida se antoja eterna, mágica y excitante (como en verdad lo es), uno aprende sobre el amor y sus rituales; y algunos lo harán de prisa –y con maestría–, pues tanto como las experiencias específicas, habilidades y recursos, importará también el condicionamiento social aprendido en el entorno familiar y extendido; otros –los más– aprenderán sobre la marcha, a puros golpes, amagues y escasos momentos de triunfo que con el tiempo y las repeticiones disminuirán las brechas entre unos y otros.
En lo que el sapiens replica con mayores niveles de sofisticación los rituales biológicos que práctica desde que salió de África, quedan bajo la mesa los instintos de siempre; pues antes del lenguaje ya existía el apareamiento y este no precisaba de cortejos orales ni florituras verbales, pues con feromonas bastaba… aunque quizás había algo más.
Algún signo exterior habría que indicara, –más que disponibilidad, disposición o predilección– la condición definitiva de elegible; la señal que avisa que el espécimen en cuestión reúne las condiciones óptimas para el apareamiento; o lo que es lo mismo, para garantizar la sobrevivencia de los caracteres genéticos del individuo, más allá de su horizonte de vida.
Me gusta creer que el brillo de los ojos es uno de esos indicadores, y que no soy el único que ve en ese destello vivaz, alegre, efervescente y espontáneo, más que una ilusión óptica, la señal que da cuenta no de la juventud del cuerpo, sino de la invencibilidad del alma.
Porque no importa que sea cierto o no, ni mucho menos la opinión de mi oftalmóloga cuando me refutaba la tesis del brillo de los ojos mientras me dilataba las pupilas, pues da igual lo que la ciencia diga acerca de la naturaleza y estructura ocular; o que trate de desmitificar tantos versos escritos y canciones cantadas, todas inspiradas en ese titilar, en el brillo foveal de unos ojos que más mirar, se dejan mirar –y se saben mirados–, porque los ojos son la ventana del alma y cuando brillan, por mucho que lo desmienta la ciencia, muestran la belleza interior, que es, en definitiva, la única importante.
En ese no perder nunca el impulso vital que despide una mirada que vibra se nos va la vida; porque el brillo de los ojos no está vinculado a la edad, sexo, clase o cuenta bancaria, y todos en algún momento lo tienen, y, cuando se pierde, ya no puede recuperase. Entonces, ¿de qué sirve toda la belleza si no hay una mirada que la ilumine, la muestre y la haga deseable? El brillo de los ojos dice más que las palabras, y se tiene mientras se tiene y cuando se pierde, sólo quedan hojas secas sobre el suelo… y un silencio.