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SIN PAÑOS TIBIOS

El mar siempre está ahí

Es difícil entender nuestra indiferencia hacia el mar, pues vivimos en una isla y todos llegamos a ella a través de él; sea a través de canoas que salieron desde Tierra Firme y se atrevieron a cruzarlo; endebles carabelas que se adentraron en lo ignoto del mare tenebrosum; o esclavos que, apretujados en la bodega del barco, vieron el mar por última vez en Gorée y sólo lo volverían a ver ocho semanas después.

¿Acaso esas razones no nos hicieron amar el mar, pero tampoco odiarlo, sino, simplemente ser indiferentes ante él?

Vivimos por siglos de espaldas al mar y lo del blancaje capitaleño a inicios del siglo pasado en Güibia fue el primer atisbo de un deseo de esparcirse en el solaz de las olas por puro gusto, no por necesidad. Quizás la intervención del 16 aceleró el proceso, pero, lo cierto es que el turismo nos hizo tomar conciencia y coquetear con la idea de ir los fines de semana a la playa, o de tener una casa ahí… aunque ni siquiera eso. Al día de hoy, todo el litoral capitaleño es un recordatorio de nuestra indiferencia primigenia; su desarrollo inmobiliario atestigua la importancia que como sociedad le damos al mar, la playa, el viento y al salitre salpicándonos la cara.

Nos los recuerdan turistas, pero también extranjeros que viven aquí, quienes nunca pueden agradecer lo suficiente por el enorme privilegio que tienen cuando lo ven mientras transitan, o pueden ir a un restaurante de playa cerca… y son –siempre lo son– la envidia de sus compatriotas, allende los mares.

Salvo que uno haya sido surfer, el mayor acercamiento para los citadinos se daba al momento de irse a la playa en un grupo o cortejando a alguien; porque, admitámoslo, podemos incluso odiar al mar pero hay algo de magia en su oleaje; hay algo de seducción y laxitud en el fluir de su corriente; algo que invita a la cercanía, al abrazo, al contacto… al beso; sobre todo si el agua está fría o hace viento; sobre todo si es de noche.

Porque no hay playa lejana, ni se hace tarde en el reloj, ni importan peajes, policías acostados, galones de combustible o peligro inminente de atraco in situ; porque nada desalienta las ganas urgentes de ir a la playa cuando la mujer que nos gusta lo sugiere, lo da a entender o lo insinúa. Porque ante la idea de ir a la playa en ese preciso momento en que la música suena en Local 3 como si no hubiera un mañana, nadie piensa en gasolina, traje de baño, trabajo al otro día… nada. Porque sólo queda prender el carro y devorar kilómetros a toda velocidad, porque el mar es, y siempre ha sido una promesa; y, visto de esa forma, puede que siempre haya sido así… y que quienes cambiamos fuimos nosotros.