SIN PAÑOS TIBIOS

El mar siempre está ahí

Es difícil entender nuestra indiferencia hacia el mar, pues vivimos en una isla y todos llegamos a ella a través de él; sea a través de canoas que salieron desde Tierra Firme y se atrevieron a cruzarlo; endebles carabelas que se adentraron en lo ignoto del mare tenebrosum; o esclavos que, apretujados en la bodega del barco, vieron el mar por última vez en Gorée y sólo lo volverían a ver ocho semanas después.

¿Acaso esas razones no nos hicieron amar el mar, pero tampoco odiarlo, sino, simplemente ser indiferentes ante él?

Vivimos por siglos de espaldas al mar y lo del blancaje capitaleño a inicios del siglo pasado en Güibia fue el primer atisbo de un deseo de esparcirse en el solaz de las olas por puro gusto, no por necesidad. Quizás la intervención del 16 aceleró el proceso, pero, lo cierto es que el turismo nos hizo tomar conciencia y coquetear con la idea de ir los fines de semana a la playa, o de tener una casa ahí… aunque ni siquiera eso. Al día de hoy, todo el litoral capitaleño es un recordatorio de nuestra indiferencia primigenia; su desarrollo inmobiliario atestigua la importancia que como sociedad le damos al mar, la playa, el viento y al salitre salpicándonos la cara.

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