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REMINISCENCIAS

Recuerdos remotos

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Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo, RD

Uno se esmera en la pacificación del espíritu, se aleja de la marejada de pasiones en que se vive y siente suavemente cómo se deslizan recuerdos remotos, mecidos en la hamaca de los primeros tiempos de vida consciente. La Semana Mayor es el tiempo propicio.

Personaje a recordar es Luis Federico Henríquez, cura párroco de mi pueblo; inolvidable muestra de la calidad humana dominicana.

Desde adolescente le vi de cerca, pues tenía una gran amistad con mi familia materna. Había llegado desde Mao a sustituir a otro virtuoso sacerdote, el Padre Brea, que no llegué a conocer.

Pude oírle en conversaciones con mi abuelo Francisco; me atrajo la leyenda de valor cívico de orador sagrado y de fuego; saber de sus relaciones afectivas con Desiderio Arias, cuya ejecución conmoviera a la República; les oí hablar de aquella entrevista de éste con Trujillo, supuestamente “para sobre asegurar la paz”, que podría perderse dada la índole rebelde de aquella leyenda de las asonadas de la valerosa línea noroeste.

El Padre Henríquez le previno de “la astuta duplicidad de Trujillo”; lo instó inútilmente “a que se fuera por Haití”; que no confiara en promesas y seguridades “de aquel gobernante impiadoso”. Le contaba al abuelo, además, de sus protestas encendidas desde el púlpito, una vez se produjera la decapitación del guerrero y cómo esto le había traído el rencor del poderoso militar gobernante. Recuerdo bien que le decía: “Francisquito, Trujillo no me perdonará nunca por la comparación que hiciera de Desiderio con Juan El Bautista y lo que dije fue que uno era el que pregonaba la llegada del Señor y el otro, el guerrero, anticipaba con su muerte los demonios de la opresión; que sólo tenían en común la decapitación.”

Un rebelde incoercible era el Padre y el abuelo se preocupaba de que pudiera ser asesinado en medio de una de sus prédicas vibrantes de domingo.

Días antes de morir, oí al abuelo hablar con un “médico santo” de mi pueblo, Federico Lavandier, que lo atendiera hasta cerrar sus ojos. Recuerdo cómo le contaba al abuelo que “él le daba razón al Padre Henríquez, porque desde el tiempo en que Trujillo era Capitán en Macorís, él lo llegó a evaluar plenamente, muy de cerca; “Que Don Chilín Camilo había tenido razón al aconsejar a Horacio que se cuidara del Brigadier Trujillo, que terminaría traicionándole.”

Recuerdo todo esto y al Padre, cuando fuera con su comitiva de auxiliares y sus atuendos a la casa del abuelo para proceder a sus funerales; era algo tenido entonces como una extrema distinción.

El Domingo de Resurrección subsiguiente, recordó en su sermón vigoroso al amigo que había muerto recientemente y tal era su ímpetu, que reveló algunos aspectos de sus tratos y conversaciones con “aquel recio hombre”, “cultivador notable del cacao” y, sobre todo, “atento siempre a los apuros de la libertad de su pueblo”.

“Una imprudencia del Padre” fue el comentario por lo bajo de la gente. Era el indomable amigo de Desiderio, gritando desde el púlpito por su muerte “anunciadora de los rigores más tremendos.”

El Padre fue un exponente glorioso de lo que sufría y sentía el pueblo nuestro en medio de aquel estado de cosas tan oprimente. Pero un recuerdo lleva al otro; había formado un silente liderato y no llegué a saber nunca cómo pudo salir al extranjero cuando se iniciaron sus trastornos de salud que le acompañaran hasta la ancianidad. Se habló de la mediación del Nuncio Ricardo Pittini.

El regreso fue apoteósico; el pueblo se agolpó en su entrada y llegaron del campo grupos alegres. El auto apenas podía avanzar y fue directo a su bellísima iglesia, ya con torre de catedral, aunque a medio talle, se decía que por el mal humor del presidente. Luego vino el terremoto del ´46 y derribó aquel ícono en ciernes. Propuso entrar en la litera de Los Paulino; no sé cuáles amigos lo disuadieron; en esa iglesia hice mi primera comunión, él fue mi confesor de adolescencia. La litera la habían fabricado la gente de La Loma de Los Paulino; don Ezequiel era el tronco que lo hacía llegar en hombros a su misa de cada sábado; la hermosa montaña no tenía caminos sin lodazales; al Benefactor le desagradaba la litera y suprimió los lodazales, pero siguieron los hombros de aquellos hombres laboriosos cargando a su líder espiritual.

La ocurrencia de entrar molestó al gobierno, pero no hubo consecuencias de persecuciones mayores; esto, porque la Gobernación Civil estaba servida por un hombre de valor personal excepcional, don Lorenzo Brea.

El 26 de Julio, día de Santa Ana, Trujillo se apersonaba al Club Esperanza y se fue prontamente del baile enojado. Había escasas parejas en el salón de baile y preguntó a don Lorenzo: “¿Qué le pasa a Macorís? ¡Aquí no hay gente!”. El valeroso hombre respondió: “¡Cómo va a haber gente! El pueblo está triste por la barbaridad de la muerte de ese muchacho Perozo.”

Sobrevino el réquiem memorable del Padre Henríquez; el doctor Lavandier, abriéndose paso para entrar al Salón de la Policía a examinar a José Luis que agonizaba; el apacible médico increpando a un impasible oficial: “¡Ese niño necesita operación urgente! ¡Si se muere, usted es el que lo está dejando morir!”. Llevado al hospital por el intrépido reclamo, moría a la medianoche.

Todos esos recuerdos me han llegado desde el hondón de mi ancianidad y así los cuento.

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