Pungo, un valiente inolvidable
De mi infancia guardo recuerdos que hoy me conmueven y, sobre todo, siento una amorosa simpatía por personas conocidas entonces, que por motivos diversos se hicieron imborrables.
Desde muy niño oí hablar de Pungo Ureña a mis mayores. Vivía frente a la propiedad de la familia en El Pozo, que todavía se conserva bajo el nombre de Estancia María Virgen.
Iba todas las noches a departir con mi otro personaje inolvidable, mi tío Sóstenes. Había sido teniente muy joven de la escolta del Presidente Cáceres y me impresionaba oir sus relatos de aquel tiempo.
El que más me conmovió fue cuando él y otro joven oficial, reconocido por su valor extremo, Luis Conde, se aprestaban a seguir el coche presidencial la tarde del 18 de noviembre y el Presidente se acercó a ellos dos para decirles: “Pueden quedarse; sólo voy a dar un paseo, y no los necesito.”
Me parece estar oyendo la voz ronca de Pungo: “Compadre, refiriéndose a mi tío Sóstenes, si Luis y yo hubiéramos ido atrás, no se hubieran atrevido a matarle en grupo esos riquitos de la capital, como lo hicieron.”
“Alfredo, refiriéndose al General Victoria, “nos lo sacó en cara y dijo: “Tenían que desobedecerlo, ustedes saben del valor temerario que él tenía. Por ésto lo pudieron matar.”
De Pungo tengo otros recuerdos de la admiración que despertaba su silencioso coraje y me agradaba oir de sus hazañas de entereza, entre ellas, una que quiero revelar.
En una tarde, ya Trujillo hecho poder, estaba Pungo sentado en la puerta de la casa de su heredad y pasó una patrulla de guardias, dirigida por un tenebroso Cabo Montilla. Éste se detuvo para preguntarle a Pungo de quién era el retrato que tenía en la sala. Pungo, en voz baja pero firme, le respondió: “Del Presidente Cáceres, un Presidente de verdad.” En realidad, era además su tío político, porque su esposa Narcisa Ureña, era hermana de Tomás, su padre.
El sanguinario Cabo se enfureció por la respuesta y le ordenó bajar el retrato, a lo que Pungo respondió: “Si usted se siente tan hombre, atrévase a bajarlo usted”. Se armó una escena tremenda, al incorporarse Pungo para dar fuerza a su gesto; se replegaron los guardias, pero Montilla hizo el reporte del “hallazgo de ese enemigo del gobierno tan atrevido.” Sin embargo, eso no fue seguido del consabido apresamiento.
Ocurrió que, días después, visitó Trujillo a Macorís dentro de un recorrido a caballo que hiciera por todo el Cibao y la Línea. Don Lorenzo Brea, otro hombre de valor personal de leyenda, que ya había entrado con Trujillo luego de haberse rehusado a ofrecer su “renuncia anticipada” como Senador Desiderista, comentó con mi abuelo materno que a Pungo lo había salvado su integridad de hombre valiente y que Trujillo le había dicho: “Lorenzo, carajo, ustedes los macorisanos son difíciles y peligrosos. Mira el trabajo que me dio esperar qué hacer contigo cuando me negaste por Desiderio, y ahora me dicen que hay un pariente de Mon por tumbarme.” Y agregó: “No te preocupes, que yo supe de él cuando yo comandaba aquí, desde muy joven; de su valor y lealtad a su Presidente, que era Mon. Y te voy a decir, Lorenzo, se puede creer más en esos hombres que en los que andan adulando. Por eso tú y yo somos amigos.”
A Pungo lo conocí mejor al hacerme adolescente y lo último de su terquedad se evidenció cuando en el año ´47 mi tío Sóstenes fue sometido a una terrible vigilancia y le llenaban su patio guardias de civil en horas de la noche para atemorizarle. Metían bayonetas en las puertas de la antigua casona y murmuraban maldiciones.
Se trataba de que Juancito Rodríguez era la cabeza de la inminente invasión liberadora Cayo Confites y el gobierno sabía de las relaciones de los primos.
Yo recuerdo haber visto el primer toro Holstein, que le pusieran de nombre Gardel, que con una cartita muy cariñosa le enviara Juancito a su querido primo.
Pues bien, ¿saben ustedes en lo que pensó Pungo? “En aguardar a los guardias en la sabanita, antes de llegar al patio, y allí ofrecerle pelea.”
Mi tío Francisco y otros de la familia, irían armados de unos cuantos revólveres y algunos Mauser que habían enterrado en Los Cacaos, un día antes de que Horacio, Mon y mi abuelo se fueran para el exilio en Cuba, en el año tres del siglo pasado.
Pungo se incomodó porque no aprobaron su plan y tío Sóstenes le decía: “Compadre, eso es un suicidio.”, a lo que él respondió: “Me dejaron la tarde de Mon y mire cuántas cosas han pasado, pero no quiero perderme de lo que pueda traer esa gente.”
Pungo, indómito, trabajador incansable. Lo recuerdo en su ingenio de palo, donde fabricaba guarapo, junto a la mujer más trabajadora del mundo, doña Eloísa. Lo ví meses antes de morir. La misma dignidad y el carácter siempre impresionante.
Cuantas veces voy a la Estancia María Virgen, al pasar por su frente me conmueve su recuerdo. Ese tipo de hombre está descontinuado, según parece, para desgracia del pueblo.
Esta reminiscencia, pues, se la dedico con la misma emoción amorosa con que lo oyera de niño. En verdad, tantas cualidades en un ser humano no deben ser preteridas.