Una Presidencia más débil sería desastrosa
Uno de los argumentos del Presidente Luis Abinader, en ocasión de su propuesta de reforma constitucional, fue la necesidad de debilitar, como un aporte al desarrollo de la democracia, el poder del Presidente de la República.
Parece entender el mandatario que el Ejecutivo concentra mucho poder y en consecuencia conviene, un Poder Ejecutivo menos fuerte.
Respetando el criterio del primer ciudadano de la República, si la Presidencia como institución se debilita las veleidades de nuestra cultura democrática nos llevarían a corto plazo al desastre del siglo XIX, empero, por otra parte, el Palacio Nacional –en realidad– no es tan fuerte.
Lo fue cuando Trujillo por su naturaleza dictatorial que tuvo como pretexto el desorden institucional previo y, se cimentó en el crimen, en la primera organización del Estado y en un obvio desarrollo económico, sin olvidar su control personal de los medios de producción y comercio como empresario privado.
Puede parecer que el artículo 55 de la anterior Constitución –pre democrática– contuviera las atribuciones, más que de un Presidente, de un César, empero sin ellas Joaquín Balaguer no habría podido sacar a la nación del colapso de la revuelta de abril y conducirla a través de la Guerra Fría –aunque forzado– hacia la democracia. Sin embargo, lo que amplificaba entonces ese poder era la arquitectura político geográfica del Congreso Nacional y el control del Senado sobre el Poder Judicial, así como la existencia de las tres Cs –Consejo Estatal del Azúcar, Corporación de Empresas Estatales y Corporación Dominicana de Electricidad–, entes que junto al Gobierno controlaban el 85% de los empleos del país: Nada de eso existe.
Antonio Guzmán, Salvador Jorge Blanco y el mismo Balaguer, cuando regresó en 1986, no dispusieron de presidencias fuertes y, Leonel Fernández, en su primer mandato, fue el Ejecutivo democrático más débil de la etapa contemporánea, pues gobernó sin mayoría en el Congreso Nacional y sin control de la Justicia que en su gestión pasó al CNM –en donde tenía un solo voto– y de ahí a la SCJ y, ya, sin las tres Cs.
Este siglo fue abierto por Hipólito Mejía, quien en el 1998 había logrado mayoría congresual, tras la muerte del Dr. José Francisco Peña Gómez y sucedido en el 2004 por Leonel Fernández, ninguno controló el Poder Judicial, este último hubo de esperar casi hasta su salida para la designación –errada por falta de gerencia– de una Suprema Corte de Justicia afín, situación que se repitió con el Presidente Medina, quien es obvio, que carece de influencia en ese órgano.
La Democracia presidencial americana que heredó con serias limitaciones la imagen del monarca europeo se dibujó negativamente con las dictaduras previas a la ola de democratización iniciada en RD en el 1978 y, que excepto en Cuba, eligió gobiernos democráticos en todo el hemisferio, pero ese sistema triunfante a lo largo del siglo XX, en las dos primeras décadas de este siglo, ha entrado en crisis y, hasta en Estados Unidos con Donald Trump, se han colado legalmente al poder outsiders que desde la cima socavan la base de la democracia.
Otro problema, éste en América Latina es que la mayoría de los objetivos ideológicos de los partidos se han convertido en conquistas constitucionales o legales y, esas banderas, que ya no están, han dado lugar a su fragmentación y pérdida de influencia en una sociedad que ahora se comunica en forma distinta, dando lugar casos como el de Venezuela con AD y Copey y RD, con PRSC y PRD; un caso singular –entre otros– es Colombia con Conservadores y Liberales, dos organizaciones cuyos candidatos ni siquiera calificaron para ir este pasado domingo a la segunda vuelta que lideraron dos outsiders, Gustavo Petro, ex guerrillero y Rodolfo Hernández.
Un Presidente con excesivo poder, no es democrático y uno muy débil, es inadecuado para el rol de su investidura en países en donde todavía falta mucho por hacer, lo ideal es que se ejerzan los controles democráticos –diariamente– a través de la jurisdicción contenciosa –para evitar ir a la penal– y la sucesión, a través de la jurisdicción electoral.
Destituir presidentes en juicios políticos como ha sucedido en América del Sur y en algunos países de Centroamérica –aunque a veces es necesario– no es bueno: a pesar de ello en las últimas décadas más de 20 presidentes fueron cesados. Tampoco ayuda la ligereza con que se somete penalmente a los ex presidentes; en la región, en la última década se ha enjuiciado y extraditado a más de una docena y, eso hace que los ciudadanos pierdan la fe en la clase política y en el sistema. Provisoriamente, la Constitución prevé que el Presidente, la Vicepresidenta y los ciudadanos electos a esos cargos, no pueden ser privados de su libertad ¡Imagínese el bochorno de un Procurador solicitando orden de arresto en contra del Presidente o allanando el Palacio Nacional, en aras de su independencia!
Pero eso no está previsto así en Perú, por ejemplo, en donde esta semana el Presidente Pedro Castillo ha sido oído como investigado en la Fiscalía de la Nación... y ojo, que en Colombia, la semana pasada, un tribunal contencioso, ni siquiera penal, dictó arresto domiciliario en contra del Presidente Iván Duque.
El poder ejercido sin prudencia, sea del Ejecutivo o de una Justicia sorda, en cualesquiera de sus dos brazos, solo conduce la sociedad al desastre, por eso hay que felicitar a la Honorable Magistrada, Miriam German, cuando advierte que la justicia no se imparte desde las gradas. Por ahora, las atribuciones de la Presidencia dominicana establecidas en el artículo 128, son atinadas, hagamos todo para convertirla en una institución como lo es en Estados Unidos, en donde castigaron a Richard Nixon hasta el día de su muerte, pero no lo enjuiciaron, casi defenestran a Bill Clinton, pero no fue a la jurisdicción penal y, todos se hicieron ciegos ante Bush, que con una mentira condujo al mundo a una guerra devastadora.