Padre Julio Soto partió con la misma paz que sirvió a Dios

Su nombre comple­to era Julio Alberto Soto Hernández, pero la comu­nidad salesiana y el pue­blo cristiano del país y de muchas partes del mun­do donde ejerció su mi­sión pastoral, le llamaban el padre Julio Soto o sen­cillamente el Padre Soto

El padre Julio Soto dedicó su vida a servir a quienes más le necesitaron. Foto de archivo.

El padre Julio Soto dedicó su vida a servir a quienes más le necesitaron. Foto de archivo.

Avatar del Listín Diario
RAMÓN URBÁEZSanto Domingo, RD

El pasado 22 de marzo, al despuntar la primave­ra, falleció, sin ningún es­tertor ni agonía, el padre Julio Soto, santo varón y prominente miembro de la congregación salesiana.

“Se bebió de golpe to­das las estrellas, se quedó dormido y ya no desper­tó”, como dice la canción de Alberto Cortez. El pa­dre Soto, suave y sencillo, como la brisa de las prade­ras que no se atreve a le­vantar su voz, entregó se­renamente su alma pura y noble a los brazos del Se­ñor.

Su nombre comple­to era Julio Alberto Soto Hernández, pero la comu­nidad salesiana y el pue­blo cristiano del país y de muchas partes del mun­do donde ejerció su mi­sión pastoral, le llamaban el padre Julio Soto o sen­cillamente el Padre Soto. “Julito” para los más ínti­mos. Su labor sacerdotal, además de casi todas las casas salesianas en el país, la ejerció en México, Cuba, varias regiones de Italia, Estados Unidos, principal­mente Nueva York donde trabajó con inmigrantes.

Dos días después de su muerte, con una presen­cia numerosa de sacerdo­tes, religiosas, estudiantes, exalumnos y laicos de la fa­milia salesiana, se realizó el velatorio en la capilla pri­vada del Instituto Técnico Salesiano (ITESA) y la mi­sa de cuerpo presente en la iglesia María Auxiliadora, donde fue rector, adminis­trador y párroco en distin­tas ocasiones durante sus 60 años de sacerdote.

El adiós definitivo se pro­dujo en el cementerio Jar­dín Puerta del Cielo, donde fue sepultado en el panteón de sus padres y hermanos de sangre, de quienes se ha­bía separado hace 70 años, cuando dejó la casa para in­gresar al seminario salesia­no de Jarabacoa con ape­nas 14 años.

Aunque fue un hijo exce­lente de don Bosco, consa­grado de cuerpo y alma a la familia salesiana, quiso que lo regresaran con su familia original, pidió que lo sepul­taran junto a sus padres y hermanos de sangre.

En la zona histórica de Santo Domingo, entre los viejos muros de la ciudad primada de América, na­ció y vivió su niñez. Con su madre, hija de español, y su padre de origen judío, y sus tres hermanos, pasó sus pri­meros años en la vieja ciu­dad, pero ya adolescente la familia se mudó en las in­mediaciones del hoy barrio Don Bosco.

La religiosidad de la ma­dre en su niñez y adolescen­cia lo modeló para siempre, y frecuentando a los salesia­nos del colegio nació su vo­cación. El joven Julio Soto era bueno a carta cabal. Un pedazo de pan blanco sali­do del horno. Al terminar cualquier encuentro breve o largo, esa era la sensación que le quedaba en el alma de uno sobre él. Uno salía siempre queriéndolo y ad­mirándolo más.

Son muy numerosos los amigos, exalumnos y cer­canos que dan testimo­nio de su bondad y amor al próximo: “Lo conocí en 1976, cuando ingresé con 14 años al taller de electró­nica de ITESA. Doy gracias a Dios por haberlo encon­trado. Lo que había estudia­do y aprendido en mi niñez sobre Don Bosco, años des­pués lo vi y sentí reflejado en el padre Soto. Había que verlo acompañándonos en los recreos en el patio, se le acercaba a todo aquel que no estuviera participando y de manera muy amigable los comprometía a divertir­se”, testimonia Roberto Po­lanco, un exalumno elec­tricista que reside Estados Unidos.

“No sabía cómo saca­ba tiempo, sobre todo pa­ra atendernos y estar con nosotros en los recreos, pues era el administrador y director del instituto y estaba atento a todas las responsabilidades propias de sus cargos”, recuerda Polanco.

Receptividad

Otra dimensión de la personalidad de “Julito” fue su receptividad. La puerta y el corazón su­yo siempre estuvieron abiertos para el que qui­siese acudir a él. Fuese pequeño o grande, rico o pobre, culto o analfa­beto.

En público y en privado sorprendía siempre con su sensatez. Parecía a ve­ces que lo que decía era muy simple, pero en rea­lidad era algo de mucho calado. Quizá no mu­chos sepan que era un hombre muy competen­te en la literatura y en cultura general. Siempre sacó tiempo para artícu­los y opiniones sobre te­mas diversos.