Una aventura elegante
Soy, por desgracia o fortuna —permítanme el guiño conradiano—, uno de esos seres humanos para quienes el lugar más habitable se encuentra a diez millas de la costa más próxima. Hace casi treinta años que navego, y durante la mayor parte de ese tiempo solo llevé a bordo libros sobre el mar: biblioteca flotante que me acompaña, leal siempre, repartida por varias zonas del velero: los derroteros y los libros de señales, faros y mareas, ordenados bajo la mesa de la camareta; en las estanterías sobre la entrada al motor, alineados, los libros técnicos e históricos, incluidos los derroteros de Tofiño, editados en el siglo XVIII, que siguen siendo asombrosamente útiles hoy. Además, el imprescindible “Navegación con mal tiempo”, de Adlard Coles, subrayado y lleno de notas, algún diccionario náutico y dos libros sobre los corsarios alemanes en la Primera y Segunda Guerra Mundial, a los que tengo especial cariño por contarse entre las lecturas favoritas de mi padre.
El resto de esa biblioteca a bordo lo integran novelas y otros libros de ficción, repartidos durante las largas campañas de navegación por los diferentes estantes de la camareta. Por aquí han pasado novedades editoriales cuya lectura emprendía con ilusión y curiosidad; pero a medida que me hago mayor, me inclino más por los viejos conocidos, hermanos de la costa que nunca son del todo viejos porque tienen la cualidad de amoldarse, renovados, frescos y sabios, a la mirada cada vez más fatigada de este su lector.
Un velero no siempre deja lugar para la lectura, pues la mayor parte del tiempo se ha de estar atento al mar y al viento, a la radio, a la maniobra; y durante la noche, durante las horas de guardia, a la tensa observación del tráfico de mercantes que, pese a que los modernos instrumentos técnicos facilitan ahora más su vigilancia, pueden venirte encima, a rumbo de colisión, en pocos minutos. Sin embargo, con frecuencia hay ratos de calma cuando la singladura regala una suave marejadilla, un horizonte despejado y quince nudos de viento, y puedes ir tranquilo con todo el trapo arriba, o echas el ancla en un buen fondo de arena, donde treinta y cinco metros de cadena permiten relajarse y leer, descansando de la propia aventura para adentrarse en la aventura de otros marinos que, por unas horas, te relevan en la tarea constante de medirte con el mar para defender la integridad de tu barco y tu tripulación.
Fue no hace mucho tiempo, uno de esos días milagrosamente apacibles, sin viento y de mar tranquila, cuando volví a leer “El enigma de las arenas”. Y al abrirlo de nuevo, tras muchos años, me asaltaron intensos los recuerdos que siempre deja en un lector un libro singular. Porque en esa novela extraña, original y prodigiosa, sólo el título ya sugiere mar y aventura. Eso fue lo que, siendo muy joven, cuando cayó en mis manos por primera vez, me sedujo por completo. Antes incluso de leerlo ya tenía en la cabeza, visualizado, un paisaje arenoso, un cielo gris y un velero fondeado entre canales y bruma. Y es que a veces, o a menudo, un lector se acerca a un libro imantado por un título o una simple palabra que dispara la curiosidad. Que se adueña de ti antes de sumergirte en sus páginas.
Emprendí la lectura del Enigma de las arenas —cómo envidio a Erskine Childers ese título, dios mío— con la inocencia de un lector joven sediento de aventuras, a quien la palabra enigma en el título original (Riddle of the Sands), señalaba un territorio náutico antes incluso de empezar a conocerlo o a navegar por él físicamente; de manera que muchos años después, en mi novela La carta esférica, jugaría como autor a devolver aquel lejano favor, haciendo que un velero que navega con un hombre al timón y una mujer misteriosa, que se cruza fugazmente en la vida de Coy, el marino protagonista, llevase grabado en el espejo de popa ese nombre; una palabra para mí tan añejamente literaria y tan especial: Riddle. Enigma.
Ya desde aquella primera lectura acepté con entusiasmo el viaje que me proponía el misterio: dos amigos en un velero navegando a principios del siglo Veinte entre las brumas del mar del Norte notando el frío, el vapor de la ropa húmeda, las lámparas de petróleo que iluminan y caldean las ropas mojadas, la presencia amenazadora de otros barcos, el riesgo de la navegación por los arenales de las islas Frisias en un momento políticamente complejo como fue la carrera armamentista entre Gran Bretaña y Alemania en pleno periodo eduardiano, vísperas de la Primera Guerra Mundial.
Es “El enigma de las arenas” una formidable historia de mar, amor y guerra no empezada aún pero ya presentida, pues su autor barrunta el conflicto cercano como un nubarrón oscuro en el horizonte. Esa combinación literaria prendió con fuerza en la viva imaginación del muchacho lector que yo era entonces, y que, años después, ya convertido en novelista, cuajó de algún modo en relatos propios; tanto en La carta esférica y el libro de artículos Los barcos se pierden en tierra como en la novela El Italiano y alguna otra. Y es ahora, ya en tiempo de avanzada madurez, al regresar a esta novela asombrosa después de vivir guerras y amores, de leer y escribir aventuras y recorrer miles de millas a bordo de un velero, cuando advierto que El enigma de las arenas ha dejado de ser para mí un libro de aventuras en el mar, en el más primitivo y juvenil sentido de la palabra, para convertirse en lo que podríamos llamar una aventura elegante donde la trama, pionera en el espionaje como género literario —escrita en 1903, es considerada la primera gran novela de espías—, queda para mí en un segundo plano, eclipsada por los personajes protagonistas de dicha aventura.