Patente de corso

La vía de agua

La vía del agua

La vía del agua

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Arturo Pérez ReverteMadrid, España

No hace mucho, estando en el mar, tuve una vía de agua. Algo en el instinto del que navega desde hace media vida me hizo comprender que algo a bordo no marchaba como era debido. Sin embargo el velero iba bien, con una mar razonable: marejadilla y viento de doce nudos que apenas levantaba borreguillos. Llevaba arriba el génova y la mayor, amurado a estribor. Era un día de navegación tranquilo. Acababa de bajar a la camareta para situarme y anotar la posición, como hago cada hora: estado de mar, viento, cielo, millas recorridas. Un vistazo al AIS para comprobar si había barcos cerca pero fuera de mi vista. Me disponía a volver arriba y a Mar cruel, la novela de Nicholas Monsarrat que estaba leyendo por tercera vez, cuando algo llamó mi atención. No fue nada concreto, sino la sospecha de que alguna cosa inusual ocurría.

Decía Joseph Conrad que la principal característica de un marino es una saludable incertidumbre. Dicho al contrario, la certeza de que todo el tiempo estás en un medio hostil donde puedes esperar cosas desagradables. Una perpetua desconfianza que se manifiesta en la ojeada que diriges alrededor cada cinco minutos, aunque estés leyendo un libro apasionante, adormilado o conversando con alguien. La mirada inquieta a esa mancha oscura que puede ser una racha peligrosa, a la nube de color sucio que empieza a formarse en el horizonte, a las luces del mercante que debe maniobrarte, pero que posiblemente no lo haga. «I call to the motor vessel in my port…». Navegar de verdad es exactamente eso: manteneros vivos, tú y la tripulación que en ti confía. No fiarte ni de tu sombra.

Navegas en un barco noble, al que conoces desde hace catorce años. Te ha sacado de apuros muchas veces, como cuando una racha repentina y criminal lo tumbó hasta casi tocar el palo el agua, en la oscuridad, rompiéndole el anemómetro en cuarenta y siete nudos de viento, y él solo se adrizó y puso proa a la mar mientas tú intentabas organizar el caos que había surgido a bordo. Lo conoces bien, y él a ti. Por eso nunca desdeñas sus avisos, sus codazos, sus insinuaciones. Su manera de navegar en unas u otras situaciones, el modo en que toma la mar. Cómo se mueve. Y ahora, inmóvil ante la mesa de cartas, con todos los sentidos atentos a lo que te dice, comprendes que está mandando un mensaje. Te habla como lo hacen los buenos barcos. Algo va mal, compañero. Cuidado. Algo va mal.

Compruebas los instrumentos. Luego vas hasta las puertas del motor, las abres y encuentras lo que el navegante más teme en el mundo: agua salada. El achique automático de la sentina ha fallado. Un agua aceitosa y abundante se mueve con el balanceo y ocupa un palmo y medio en el compartimiento del motor, cubriendo casi el eje de la hélice. Ver eso en alta mar es sentir miedo de verdad. Miedo auténtico. Y entonces, los años de navegación, las viejas rutinas sobre emergencias a bordo, actúan automáticamente, sin pensarlo siquiera. Tripulación alerta, motor en marcha, bomba funcionando, equipo de abandono del barco a mano, búsqueda de la vía de entrada. Un pan-panpan por la radio, latitud y longitud, diciendo que hay vía de agua y que trabajas en ella. Que de momento parece bajo control.

Al cabo de una tensa media hora localizas el punto, que no es como temías el prensaestopas de la hélice, sino una grieta grande en una de las tomas de agua del motor. Así que cierras el grifo de fondo, achicas en manual, taponas lo mejor que sabes, vuelves a la mesa de cartas y haces cálculos: puerto más cercano, playa de arena a medio camino, donde varar si todo se fuera antes al carajo. Tienes velas y viento. Entonces miras a la tripulación, dos chicas duras -patrón de yate una, patrón de recreo la otra, veintidós años navegando contigo- , y piensas que hace un momento se comportaron con serenidad y competencia, haciendo lo que debían hacer, fruto de su largo adiestramiento. Admitiendo con naturalidad que esto puede ocurrir; que navegar incluye días malos, o peores. Lo asumen y saben reaccionar sin nervios ni palabras superfluas, seguras de sí, obedeciendo órdenes sin discutir -un barco no es una democracia- , mirando atentas al patrón mientras aceptan, porque ésas son las reglas, poner sus vidas en tus manos. Y gracias a que también esta vez cumplimos todos con nuestro deber a bordo, puedes volver ahora a las páginas de Mar cruel, tranquilo respecto a lo que ocurrirá en las próximas millas. Hoy hemos sido marinos, piensas satisfecho. Todos. Y mientras navegas hacia un lugar seguro, te sientes orgulloso de tu tripulación y de tu barco.

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