El drama de los familiares de las víctimas del vuelo 587

Dos semanas despues del ataque al World Trade Center, un avión con 176 dominicanos cayó en Queens, estremeciendo la ciudad de Nueva York y causando angutsia en República Dominicana.

Los restos del avión se mezclaban con objetos quemados de los hogares que consumió el fuego en esa zona, comúnmente habitada por bomberos y policías. EFE / AFP

Los restos del avión se mezclaban con objetos quemados de los hogares que consumió el fuego en esa zona, comúnmente habitada por bomberos y policías. EFE / AFP

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Yadimir CrespoSanto Domingo, RD

Estados Unidos no se había re­puesto del dra­ma de las to­rres gemelas de septiembre de 2001 cuando dos meses después volvía la pesadilla.

La mañana del lunes 12 de noviembre de 2001 ini­ciaba en la capital de Esta­dos Unidos, Washington D. C., como cualquier otra. Ese día, festivo de los Veteranos, fue feriado para la embaja­da dominicana en los Esta­dos Unidos hasta pasadas las 9:00 de la mañana.

Una nueva tragedia, la cual involucraba un avión de American Airlines en el que viajaban 176 domini­canos, motivó que el enton­ces embajador dominicano Roberto Saladin, convoca­ra a todos sus empleados. El desplome de la aeronave so­bre el tranquilo suburbio de Queens, específicamente en la avenida Newport con la calle B 131 de Belle Harbor, estremeció de sorpresa la ciudad de Nueva York.

Apenas habían pasado ocho semanas del ataque y destrucción del World Tra­de Center, cuando este avión con 260 ocupantes se preci­pitó a tierra. Todos murie­ron. De inmediato, Saladin se trasladó desde Washing­ton a Nueva York junto al agregado militar Apolinar Disla para tomar nota de la situación. Lo hizo en un tren que le tomó más de tres ho­ras, casi cuatro.

Todos los túneles, aero­puertos y puentes fueron cerrados, mientras los vue­los eran paralizados; no era para menos, el trauma pro­vocado por la caída de las icónicas torres gemelas pro­vocó que surgiera en los que presenciaron el hecho el pre­sentimiento de que se trata­ba de un nuevo ataque te­rrorista.

Mientras el embajador llegaba para brindar apoyo a sus compatriotas luego de haber recibido la una llama­da telefónica del entonces presidente Hipólito Mejía, la angustia y preocupación in­vadía a los familiares de las víctimas en Estados Unidos y, especialmente, en la media is­la caribeña que era el destino final del vuelo.

Junto al gobernador Geor­ge Pataki y el alcalde electo de New York, Michael Bloom­berg, entre otros, Saladin se reunió con familiares de las víctimas en el Club Deportivo de New York Inc., para exten­der las condolencias del go­bierno dominicano y presen­tarles la comisión diplomática que se encargaría de acompa­ñarles en el proceso.

A las 2:00 de la tarde del día siguiente, los agentes nor­teamericanos investigaban la causa de la caída en Belle Harbor del avión que llevaba 13 años en uso, mientras en el centro de convenciones Jaco­bs Javitts Center habían unos 1,200 parientes destrozados por el dolor, procurando los cuerpos de las víctimas, o al menos algo de sus restos lue­go de la mortal explosión que además consumió 5 casas e igual número de personas en tierra.

Cada familia debía llenar un formulario que fue revisa­do por un detective de la Poli­cía de Nueva York para el

complejo proceso de iden­tificación de los cuerpos. Se solicitó que llevaran objetos personales de los fallecidos (peines, pelo y placas denta­les) para tomar las muestras de ADN de los familiares.

Fue entonces al tercer día, el 14 de noviembre, que la compañía aérea informó to­dos los compromisos que asumía con las familias de las víctimas, entre ellos cu­brir todos los gastos rela­cionados con las honras fú­nebres, el traslado de los cuerpos a la República Do­minicana y la designación de una persona de American Airlines (care person) por ca­da familia dominicana.Asi­mismo, ante la necesidad de realizar viajes entre ambas naciones para los velatorios, la comisión diplomática logró un acuerdo con la aerolínea para que, ante los altos pre­cios de los vuelos, se ofreciera una tarifa especial para tickets aéreos hasta el 15 de diciem­bre de 2001.

Desgarradoras escenas A pesar de que había dece­nas de juguetes para niños, una mesa repleta de comida, sacerdotes y pastores para brindar asistencia espiritual, así como también psiquia­tras y psicólogos e, incluso, miembros de la Cruz Roja Dominicana a la orden de las familias que se reunían a dia­rio en el centro de conven­ciones; la desesperación y el dolor no mermaban y el ac­cidente continuaba bajo un velo de misterio.

“Mire, con todo el respe­to, no den demasiados deta­lles técnicos a los familiares porque a ellos no les intere­sa tanto lo técnico, aquí el te­ma principal para los domi­nicanos es cuándo les van a entregar los cuerpos de sus parientes”, expresó Rober­to Saladin a los agentes de la Junta Nacional de Seguri­dad en el Transporte de Esta­dos Unidos (NTSB), quienes habían encontrado una par­te de la cola del avión en una bahía. Las familias impacien­tadas presionaban buscando respuestas a la incógnita de qué sucedió, pero sobre todo, saber sobre los cadáveres. Es­to motivó a Roberto Saladin a solicitar al forense encargado del proceso que le permitiera visitar la morgue.

Las imágenes allí vistas es­tán grabadas de tal manera en su mente que, dos déca­das después de la caída del vuelo 587, los ojos de Saladin se empaparon de lágrimas y su voz se quebró. “Lo que vi­mos, tanto el mayor Apolinar Disla como yo…”, dijo antes de que un breve silencio fue­ra interrumpido por un trago seco para continuar, “aquellos cuerpos calcinados, achicha­rrados por el fuego, contraí­dos, es una escena que nunca podré olvidar”, agregó Sala­din aguantando las lágrimas en unos ojos que se tornaron rojos a la vez que bajó la cabe­za, como si tratara de ocultar su reacción. “Nunca imaginé vivir las dos peores tragedias de Estados Unidos”.

Cuerpos irreconocibles Llegó el cuarto día y con él la autorización para visitar el área del accidente. Cenizas y escombros eran recogidos por miembros de la empresa BTS Catastrophe, quienes trabaja­ban “como si estuviesen en un laboratorio”, cubiertos total­mente para no contaminar la escena del hecho.

“Estaban vestidos como si es­tuviesen dentro de una plan­ta atómica; unos uniformes blancos cerrados, con zapa­tos y solamente se le veían los ojos por los cristales”, descri­bió el exembajador rememo­rando el desagradable mo­mento. Los restos del avión se mezclaban con objetos que­mados de los hogares que consumió el fuego en esa zo­na, comúnmente habitada por bomberos y policías. Con pinzas, los investigadores re­cogían cada fragmento que encontraban, pero también los restos humanos que que­daban. Una plaquita de oro que brilló entre las montañas de grises cenizas permitió re­conocer a un niño calcinado y luego identificar a los familia­res que le acompañaban en el vuelo. Hasta el poblado Bo­ca Chica viajaron los agentes para recolectar muestras de ADN que permitieran identi­ficar a los cuerpos restantes, habiendo identificado unos diez cuerpos hasta el 16 de noviembre y al final de la tar­de del viernes 17 de noviem­bre, la cifra ascendía a 14 cuerpos.

PROBABLES CAUSAS El vuelo que había salido a las 9:14 de la mañana, dos minutos más tarde tocó suelo y no precisa­mente en un aterrizaje.

Según el informe del ac­cidente, la aeronave, un Airbus A300B4-605R, perdió toda la aleta de la cola vertical en el aire y entró en un descenso in­controlado desde una al­titud de unos 2500 pies.

Tres años tardó la NTSB en determinar como cau­sa probable del accidente la separación de esa par­te del avión. En el acci­dente fallecieron Manuel y Juana Abréu, doña Li­dia Valoy Fajardo, hija del músico Cuco Valoy; Jo­sé “Papi” Lafontaine, em­presario artístico; More­no Tati y su suegra María, quienes regresaban a su tierra natal para una ci­ta en la Embajada de Es­tados Unidos; Rosa Pérez y su hija Johanny viaja­ban para ir a un entierro, eran la madre y hermana del exlanzador domini­cano de los Tigres del Li­cey, Yorkys Pérez; Alcibía­des de la Cruz, Virgilia de Mateo, entre otros.

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