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Para su gobernanza Haití amerita un fideicomiso

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RAFAEL NÚÑEZSanto Domingo, RD

Los haitianos han demostra­do a lo largo de la historia que no pueden autogobernarse. Desde su emancipación con la que abolieron la esclavitud y crearon el primer Estado independiente de América Latina dirigido por esclavos negros, la República ha da­do evidencias contundentes de que necesita un Fideico­miso para poder salir del ac­tual caos.

Violenta fue la moviliza­ción de sus ancestros hasta este continente, violenta su adaptación, violenta su li­beración y violento siguen siendo sus días en pleno si­glo XXl.

El último de los fracasos lo experimentó la Organiza­ción de las Naciones Unidas (ONU) que se embarcó el 1 de junio año 2004 en una misión de estabilización, compuesta esencialmente por una fuerza militar y téc­nicos, a los fines de poner fin a la crisis humanitaria y sociopolítica que atravesa­ba la nación caribeña tras el segundo golpe de Estado a Jean Bertrand Aristide.

En los esfuerzos desple­gados por todas las nacio­nes convocadas bajo la som­brilla de la ONU se invirtieron poco más de 346 millones de dólares anuales, que multi­plicados por los 13 años de intervención significan 4 mil 498 millones de dólares, ero­gados del presupuesto de ese organismo cuyos fondos pro­vienen de las cuotas y contri­buciones de los países miem­bros. En aquel presupuesto tirado por la borda no se cal­culan las misiones especia­les de apoyo logístico ni los recursos desembolsados por los organismos multilaterales en ese tiempo, como parte de la cooperación internacional. Tampoco los aportes bilatera­les de los países amigos.

El legado de la misión de las Naciones Unidas no solo se ve ensombrecido en el fra­caso por conseguir la estabili­dad permanente, el fortaleci­miento del estado de derecho y de la democracia, sino con un historial de denuncias que cayó como fardo sobre los in­tegrantes de la fuerza de paz por el uso excesivo de las tro­pas, violaciones, hijos aban­donados y una epidemia de cólera atribuida su propaga­ción en el 2010 a los soldados de la MINUSTAH.

Cierto o no, hay eviden­cias que confirman muchas de esas denuncias. Lo cierto es que la imagen de la misión de paz y de la propia entidad internacional está compro­metida en todo el mundo por el caso haitiano.

¿Es pertinente otra salida? Desde su fundación como Estado, Haití viene de desca­labro en descalabro sin que sus propios líderes políti­cos, empresariales y sociales se puedan poner de acuer­do mínimamente para sacar a ese país del abismo al que lo han llevado, convirtiéndo­se los 27 mil kilómetros cua­drados en un infierno para la supervivencia de las familias vulnerables.

La gente pobre de Haití y la clase media imposibilita­das de emigrar son los que han tenido que resistir la vio­lencia política y la furia de las bandas armadas, que son las que gobiernan porque tie­nen el control del territorio.

El último acto de violen­cia escenificado fruto de las contradicciones políticas in­ternas fue el magnicidio del presidente Jovenel Moise en su residencia mientras dor­mía con su familia, pero al cabo de cuatro meses no hay nada claro en relación a un hecho tan atroz.

Haití pasaba del centenar de guerras intestinas, insu­rrecciones, golpes de Estado, magnicidios, revueltas civi­les e intentos de golpes antes del asesinato de su presiden­te el pasado 7 de julio.

El mismo germen ances­tral de la división y la genéti­ca cultura de violencia de los haitianos es el motor que ha llevado a la actual tragedia.

Descartado el retorno de otra misión de la ONU y a sabiendas de que los Es­tados que acompañaron a Haití en las últimas dé­cadas rechazan cualquier modo de intervención ba­jo el alegato de respetar la soberanía de los pueblos, la pregunta obligada es: ¿qué hacer?

Hay la convicción entre los organismos que sirven para acompañar a las na­ciones en sus procesos de fortalecimiento democrá­tico de respetar la sobera­nía. Sin embargo, Haití es un caso sui generis, como fue Somalia: sus dirigen­tes son incapaces de auto­gobernarse.

La prolongación de esa especie de limbo políti­co ha comenzado a per­judicar a otras socieda­des vecinas, donde la más afectada es República Do­minicana, que comparte la misma isla. Una legión de haitianos no solo co­menzó a emigrar a Santo Domingo y otros pueblos del territorio dominica­no, sino que llegan a las costas cubanas, mexica­nas, estadounidenses y de otros países de América del Sur.

El éxodo es solo un as­pecto del problema. Hay que ponerse en los zapa­tos de los millones de hai­tianos que no tienen po­sibilidad de emigrar para estar a salvo de los secues­tros, asesinatos y la violen­cia política.

Ese estado de cosas no puede seguir prolongán­dose indefinidamente, lo que obliga a constituir un Fideicomiso compuesto por tres países: Estados Unidos, Canadá y Brasil, de lo contrario la comu­nidad internacional se­guirá dando palos a cie­gas y recibiendo oleadas de haitianos.

En la primera fase de apoyo para Haití, tres ejes de acción se podrían desarrollar: seguridad pública, a cargo de Esta­dos Unidos porque po­see la experiencia y ca­pacidades logísticas para ello; recuperación eco­nómica y desarrollo, bajo la gestión de Canadá, un país que ha mantenido la cooperación y el acompa­ñamiento a los haitianos y, por último, el eje de fortalecimiento institu­cional encargando a Bra­sil. Cada eje de desarrollo contará con una figura haitiana propuesta por la sociedad. Los demás paí­ses miembros de la OEA y la ONU deben estar dis­ponibles para cooperar.

Este plan estratégico de sostenibilidad de Haití de­berá ser refrendado por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y el Consejo Permanente de la OEA. El Fideicomiso toma­ría las decisiones políticas, económicas y geoestraté­gicas que beneficien a la población, al margen de intereses económicos y po­líticos haitianos.

El tiempo ha demostra­do que Haití necesita por lo menos dos décadas de acompañamiento con un plan claro para el desarro­llo, de lo contrario arrastrará a República Dominicana al fondo del abismo.

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