El dedo en el gatillo
“Calculadora, te gusta el dollar…”
“El son es lo más sublime para el alma divertir”, dice la famosa letra de Ignacio Piñeiro. Nací en un país donde su cultivo no es una violación a los derechos humanos. Me gusta y no tengo prurito en confesarlo. En las tardes dominicales de mi adolescencia disfrutaba en los círculos sociales el sabia orquestación.
En 1983, Oscar de León, vestido de blanco y lleno de collares, como un extraño orisha, puso a bailar a los cubanos. No es que faltaran orquestas en La Habana. Pero los símbolos icónicos de la isla se revolvían dentro de un charco y cada día apuntaban a desaparecer. El venezolano cantó en La Habana y Varadero. En esos conciertos puso de moda muchas frases populacheras como “sabroso” y “dame cable, dame cable”, esta última para señalar su bajada y subida del escenario para confundirse con sus fans. Mi familia se contagió con temas (la mayoría cubanos) como “Calculadora” (Rosendo Rosell), “Mata Siguaraya” (Lino Frías), “El panquelero” (Abelardo Barroso) “El derecho de nacer” (Oscar de León) y “Melao de caña” (Mercedes Pedroso). Pancho Amat y Arturo Sandoval se integraron como intrumentistas a su gran orquesta. También hizo subir al escenario a un Barbarito Diez quien todavía andaba con sus dos pies. Su fama le dio la vuelta a una parte de América Latina con ideales confusos.
Oscar de León era un “show man” e irrumpía en medio del jolgorio con sus ocurrencias populares. No tuve la suerte de ser un invitado especial como el actor Carlos Ruiz de la Tejera para figurar entre los miles de asistentes que llenaron el anfiteatro de Varadero. Me tuve que conformar frente a un televisor en blanco y negro, ruso. Sus ocurrencias pudieron más que sus custodios.
Cuba entera aplaudió a aquel hombre que nació para el son. Le rindió tributo al Beny Moré (con una sola “n” para cubanizarlo más), además de regalar a su progenitora una pequeña suma en dólares (una fortuna dentro de la isla entonces).
Lo que vino después, era de esperarse. Su imprudencia por pisar la isla en tiempos de Guerra Fría sembraron despropósitos que no voy a relatar.
Eso fue lo que no se vio delante de la pantalla. Intentaron apagar la llama musical de aquel sonero pueblerino.
Tuvo que retractarse (de boca para afuera) por haber hecho feliz a los cubanos (no al gobierno) y hasta accedió a una entrevista con el comediante Alexis Valdés, allá en Miami.
Este relato resume mi poca asistencia a conciertos populares. En mis veintitantos años la casualidad me llevó frente a Bobby Carcacés en un Varadero resistido al Período Especial, así como a una de las tantas presentaciones del maestro Enrique Jorrín en el habanero cabaret Capri, compartiendo mesa con el toletero de Industriales, Agustín Marquetti, junto a nuestras respectivas esposas.
Pertenecí al equipo que organizaba conciertos populares como cierre de las tertulias de los jueves en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Y nada más.
Aquí en Santo Domingo, rechacé estrategias comerciales por boletas concertinas debido a mi condición de editor de un periódico de amplia circulación nacional. Solo compartí dos eventos con mis hijos. En las lomas de Manabao disfrutamos una rara presentación de Danny Rivera al aire libre. Con solo quinientas personas como público, el bolerista actuó bajo una llovizna pertinaz.
El otro no fue un regalo de Dios. Al siguiente día de la llegada de mi hija a Santo Domingo, un amigo le ofreció una entrada para el concierto de Alejandro Sanz, en Altos de Chavón. Era una sola boleta, y fue sola. Después del evento, saludó al famoso cantautor, y hasta trajo de vuelta una almohadilla con su firma.
Cambié la música por el cine al entender que mi condición profesional podría obligarme a mirar el son con matiz farandulero. Lo hice porque desde Cuba comenzaron a considerarme un adulador de chusmerías, un saltimbanqui populista.
Y el séptimo arte me trajo más suerte. Pude estrechar la mano de realizadores independientes como Arturo Ripstein, Raoul Peck, Lee Doo-yong, Oliver Stone, Arnold Antonin, Carles Bosch, Jorge Dalton y otros. También disfruté estrenos mundiales y visité el legado de algunos países. Este afán intuitivo me ha llevado al mundo de la escritura y al comentario con alguna regularidad.
Amo a la República Dominicana y su cultura. Por eso lamento que se abuse del sentido del humor nacional en la sala oscura y se busque taquilla a cambio de la incidencia populista.
Ese tipo de explotación comercial por un cine fácil y barato no fue el mismo que sentí en la Cuba de 1983 cuando disfruté junto a mi familia, frente a un viejo televisor ruso, la música de Oscar de León acompañado por el inolvidable tresero Pancho Amat y el trompetista Arturo Sandoval.